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Tribuna:
Tribuna
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Los escritores y el Estado

El tema despertó hace unas semanas -es un tema dormido, en efecto, y cuyo despertar no tiene por qué producir clamores de inquietud social, pues los escritores somos un colectivo (que muy poco tiene de verdaderamente colectivo) pequeño en el conjunto de la vida social- con aquello de que el Gobierno que ahora administra el Estado había concedido, a título gracioso o algo así -aunque maldita la gracia que tiene- algunos dineros a la escritora Rosa Chacel, que pasaba por un mal trance financiero, hasta el punto de proyectar su vuelta al país donde pasó sus largos años de exilio. A raíz de esto, en la página editorial de este periódico apareció un comentario en el que se describía bastante bien la situación en términos generales y, sobre todo, se advertía sobre la mala solución que sería un proceso de estatalización de los escritores. Sobre el tema de los dineros que, por mediación de¡ Estado, revierten en el sector de los escritores, he leído en estas mismas páginas un artículo muy majo de Rafael Sánchez Ferlosio -sobre un caso, verdaderamente, de risa-, una bobadita de un José Tono Martínez y una reflexión, en la línea liberal, de Valentí Puig sobre 'Despilfarro, cultura y Estado'. El asunto está, pues, aunque sea ocasionalmente, en el candelero de una cierta actualidad.El problema puede presentar algún interés social en. la medida en que no somos exactamente cuatro gatos. Pero, para empezar: ¿de quiénes estamos hablando? Es una reducción lo que propongo, a los, efectos de este problema concreto. Digámoslo poniendo aquí unos nombres: Rosa Chacel, José Bergamín. Retiremos otro par de nombres: Juan Benet y José Luis Aranguren son los que se me ocurren ahora. Es decir, que, como decía, a los efectos de este planteamiento, yo me refiero tan sólo a los escritores de ficciones y que no gozan -es un decir- de otro empleo. Nada sobre calidades de la escritura se ventila aquí, y nuestra reducción afecta, como se ve, a la exclusión de filósofos y científicos, salvo en el caso, poco probable, de quienes realicen su obra desde fuera de empleos en instituciones: la Universidad u otras. En cuanto a los escritores de ficción que, por ejemplo, trabajan como ingenieros en una empresa o son funcionarios de un ministerio, es evidente que no tienen los problemas sociales que caracterizan la vida de esa especie medio rara que formamos quienes no tenemos otra ocupación que la escritura. De esta manera es como somos un pequeño sector social, porque contándonos a todos -sin esta reducción que acabo de decir- somos, seguramente muchos miles quienes, mejor o peor, publicamos artículos, libros o comunicamos nuestras ingeniosas paridas a través del cine, de la radio o la televisión y, claro está, del teatro, en forma de letras de canciones o piezas dramáticas; el cabaret, los discos y ahora el vídeo también se nutren de un cierto componente literario, al que contribuimos más o menos, los escritores de ficción. (Estoy diciendo todo esto en primera persona del plural, por dar una idea del grupo a que me refiero, pero no hay que decir que la mayor parte de quienes residimos en este sector no tenemos acceso a toda esta riqueza de los medios: artículos, algún libro y un poquito de teatro puede ser una imagen media, quizá con el ingrediente de alguna eventual traducción o cosas así.)

Seamos cuantos seamos quienes, como se dice, vivimos de la literatura, con algún aderezo de conferencias o algún ocasional .cursillo universitario, etcétera, lo cierto es que hemos de plantearnos alguna vez las características propias de nuestra situación social (colegas como Ángel María de Lera han dedicado una buena parte de su vida a ello, y en el siglo pasado algunos autores comenzaron la tarea que habría de ir cristalizando en lo que hoy es la Sociedad General de Autores de España). Si se acepta la división clásica en tres sectores sociales, nosotros estamos (malestamos) en el sector de los servicios, junto a los conductores de

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autobuses y otros muchos compañeros y compañeras de los trabajos serviciales. Sólo que nuestros servicios son de lo más dudoso y atípico: echamos un poco de imaginación en los engranajes ¡de la vida, con un objetivo social más o menos indeterminado y, desde luego, muy discutido: que si una función meramente lúdica o más que nada lúdica, que si un tanto crítica o política, que si además una manera de reflexionar cuasi filosóficamente sobre la vida... Que si un lujo espiritual..., que si una ocupación del ocio..., que si una necesidad (Fischer habló hace unos años de la necesidad del arte, y mucho antes Freud, cuando trató del malestar en la cultura y consideró el arte entre los modos de ayudar a hacer vivible la vida humana, tan impregnada de sufrimientos que se hacen necesarias ciertas satisfacciones sustitutorias: desde la estética a los narcóticos, pasando por el trabajo científico o filosófico). En todo caso, un servicio ambiguo éste que prestan a la sociedad los escritores literarios, o al menos así lo parece a través de las críticas de que nuestra obra suele ser objeto: ya aparecemos como triviales o mixtificadores, ya como incómodos aguafiestas cuya presencia es más bien indeseable.

Yo opino, desde luego, quizá con cierto orgullo por mi oficio, que los pueblos sin literatura o con una literatura pobre y mimética son más pobres o están más enfermos que aquellos que tienen, en la plantilla de su vida social, unos agentes -más o menos libertarios, más o menos dialécticos- de la imaginación literaria, y desde ese punto de vista podemos presentarnos como acreedores a un trato social al menos semejante al del resto de los ciudadanos. Sin embargo, la cosa, en el área del capitalismo, no es ni mucho menos así. Casos como los que han promovido la actual atención -el de Rosa Chacel concretamente- así lo prueban. Por lo demás, es bien sabido que los escritores viven a la intemperie. Sólo los autores teatrales gozan de una cierta protección, como se sabe, a través de un organismo independiente de la Administración del Estado: la Sociedad General de Autores de España. En cuanto al circuito económico que va desde los bolsillos de los españoles por la vía de los impuestos a las atenciones sociales tales como quedan establecidas en los presupuestos generales del Estado, los escritores españoles se beneficiarán de su derecho a caminar por las carreteras públicas y no sé si de alguno más, a lo que se añade la gracia de algunos premios que suelen ser concedidos a algún escritor cuando ya se halla en estado poco menos que preagánico.

La imagen patética y cuasi espectral del anciano escritor al que la Sociedad premia de sus muchos trabajos en los momentos en que ya empieza a oler a muerto, es, digámoslo sinceramente, de lo más desagradable, y en este plano permitidme que no distinga mucho entre el aire mendicante que ha tenido la dotación para resolver algunos problemas urgentes de Rosa Chacel y el Premio Migue! de Cervantes que se concedió, no sé qué año anterior, a Luis Rosales: en este caso la ayuda tiene un carácter institucional, y en el otro, un aire malamente misericordioso. Estoy poniendo unos ejemplos nominales nada más que para favorecer la visibilidad dé este asunto, que es, sin duda, un problema social, aunque no lo sea de gran envergadura, dada la gran cantidad de escritores -muchos de ellos considerables entre los notabilísimos y más destacados- que maman de otras ubres, ya privadas, ya públicas, y en ese ámbito resuelven este problema de la cobertura social; amén de los muy pocos que ganan dinero y ahorran para su vejez o siguen produciendo pingües derechos durante su senectud, y, más o menos, siempre pueden tirar de su chequera para pagarse un tratamiento médico costoso o una intervención quirúrgica.

No exageremos, sin embargo, el alcance de este problema. También a mí, que soy escritor pero que no tengo grandes reflejos corporativos, me ha parecido que podría resultar un tanto chocante, en una situación en la que cientos de miles de personas viven las angustias propias del paro, con su cortejo de grandes y difícilmente sufribles miserias, que el Estado provea de una ayuda así -que es una miseria, a fin de cuentas: tampoco hay que exagerar- a un determinado ciudadano o a una determinada ciudadana, que es lo mismo. Los escritores. somos pobres, pero tampoco las gentes más pobres, no ya del mundo, sino incluso del área en que vivimos, y si bien es cierto que la mayor parte de los escritores -los escritores del montón, por así decirlo- ganamos menos dinero, y sobre todo muy azaroso e irregular, que cualquier obrero, también es verdad que el hecho de que nuestra vida esté montada sobre estos azares nos procura, asimismo, las defensas necesarias para nuestra supervivencia. Hablo ahora de los escritores que nos dedicamos a escribir y que lo hacemos, con más o menos altibajos, casi todos los días del año. Hace ya algunos, me acuerdo de que, hablando con Nathalie Sarraute en Madrid, comentábamos esta condición. Ella nos decía cómo cada mañana salía a trabajar, y lo hacía en un café o en cualquier otra parte, a manera de la jornada de un trabajador cualquiera, de modo que incluso aprovechaba el sonido de la sirena de una fábrica próxima para plegar, como dicen en Cataluña, en aquel momento. Sólo en aquel momento guardaba sus cuartillas en la cartera y se volvía a casa para el almuerzo. Dado que yo hacía tres cuartos de lo mismo, nos entendimos, en aquellos años sesenta, muy fraternalmente. Desde luego que el escritor por ráfagas de inspiración es otra cosa, y los colegas saben muy bien que hay -o habemos- escritores que trabajamos de una u otra manera. El problema no es ése ahora, aunque se nos haya presentado así, de pronto, en esta reflexión ocasional sobre nuestro imposible oficio, en el cual se vive más o menos de milagro, incluso en áreas más lectoras y atentas a la literatura que la nuestra.

No sé si los escritores de países como Cuba gozan de una situación absolutamente envidiable en este aspecto. El artículo editorial de este periódico, si lo entendí bien, expresaba serias dudas al respecto. No vamos a traer. Aquí ahora el tema de la libertad, pues tendríamos que plantear que ya sólo en broma se puede decir del mundo en que nosotros vivimos que es un mundo libre. Soslayemos ahora, no porque no sea importante, sino porque es lateral al caso que ahora se plantea, este aspecto, del problema -sobre el que tantas veces tratamos en otros momentos- y contemos algo que puede ser más que una anécdota. Entre los escritores que han recibido el Premio Cervantes se cuenta al escritor cubano Alejo Carpentier. No puedo por menos, ante la imagen mendicante -dignamente mendicante, no digo otra cosa, y tengo un gran respeto para los mendigos- que pueden presentar. algunos casos; es un dato a considerar que Alejo Carpentier, por lo que sea, porque abrazó la causa de la revolución cubana con toda la pasión de que era capaz, hasta el punto de sacrificar a esa causa mucho de su último tiempo (¡durante el cual, seguramente, le hubiera gustado escribir, escribir!), se encontraba, en el momento de recibir la nota del premio, en la disposición de escribir a Fidel Castro palabras como éstas: "Considerando que toda recompensa lograda por un cubano ( ... ) no debe quedar en egoísta propiedad de quien la recibe ( ... ), tengo la satisfacción de remitirle el Premio Miguel de Cervantes Saavedra que me fue otorgado ( ... ), por estimar que, más que a mí, corresponde su posesión a mí partido, lo que equivale a decir a la Revolución Cubana". A lo que Fidel Castro respondió, entre otras cosas: "Cuando un hombre siente que no puede existir verdadera grandeza si está separada de la obra colectiva a la que pertenece, como usted lo manifiesta ahora, se hace digno de la más alta y más valiosa de todas: la de la admiración y el respeto de su pueblo".

No sé si datos como éste son conocidos, pero a mi me parece que es bueno que pensemos sobre una constelación de datos más completa y compleja que la que generalmente se nos ofrece.

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