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Tribuna
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El manifiesto

Dado que los firmantes somos siempre los mismos, sin ligeras variantes, existen fundadas sospechas de que esos manifiestos numerosos que intentan alertar la opinión pública española ante cualquier tropelía son siempre el mismo manifiesto. Juraría que sí, pero tampoco puedo afirmarlo con rotundidad, porque es un tipo de lectura que no frecuento desde hace aproximadamente una democracia. Lo menos que puedes hacer cuando descubres tu firma bajo uno de esos textos huérfanos de sintaxis, pero apuñalados de gerundios, es pasar la página con melancolía ignaciana.Es muy distinto firmar que leer. Yo puedo firmar cualquier cosa, sobre todo sin enterarme; pero la lectura de un texto denunciador de lo obvio exige un esfuerzo cerebral y un rigor intelectual infinitamente superiores. El mérito del manifiesto está en el lector de tan curioso y redundante género discursivo, no en la rutina del abajo firmante. Lo que pasa es que en este país, y dentro del gremio intelectual, todavía existe el fetichismo de la firma, el narcisismo bochornoso de que tu garabato vale algo, sirve para oponerse a la injusticia universal y despierta a las masas del sopor. Y eso, es mucho suponer, por muy buena opinión que se tenga de sí mismo.

De idéntica manera que Groucho Marx dijo que nunca podría pertenecer a un club en el que lo aceptaran como miembro, yo no puedo aceptar un manifiesto en el que salgo como firmante. Si la injusticia que se denuncia es enorme, mi pequeñez intelectual resulta un estorbo, además de una pedantería. Y si lo que se relata se relata en el pliego de firmas que está a la altura moral y cultural de mi garabato, entonces sobra el manifiesto. Contra el regreso apoteósico del género literario de los abajo firmantes sólo caben dos opciones. O rubricar selectivamente después de una meditada y trabajosa lectura o firmarlo absolutamente todo. O la usura de la firma o el derroche hasta lograr que la firma se devalúe todavía más, hasta la abyección. Lógicamente, estoy por lo segundo.

Pobres tiempos estos, en los que la vieja razón política tiene como teoría el manifiesto de los gerundios y como práctica la manifestación con pareados.

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