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Flor de asfalto

A muchos ciudadanos de aluvión, inmigrantes tardíos a la gran urbe, todavía nos germina en el surco paletolítico (¿inferior o superior?) de la boina, abierto sobre nuestras circunvoluciones cerebrales primitivas en barbecho, la idea fija de que la ciudad no es para mí".Todavía nos fecundan las raíces del sentimiento proustiano recuerdos de geranios y naranjos y, aunque nos dieron a mamar leche de fuera, nos llegan de la infancia brisas marineras o fragancias de claros huertos machadianos donde madura el limonero. Flores de té o de azahar, nacidas entre verdolagas, lechetreznas y ababoles, fuimos trasplantados con rechazo desde arcádicos paisajes a la civilización del asfalto.

Tú mismo, que perteneces a esa "derrotada, melancólica y depresiva generación que ha perdido la ilusión", de la que hablaba aquí Julia Kristeva, y que no aspira ya a cambiar el mundo, sino a que el mundo no le cambie a uno, cuando esta ciudad, jungla de asfalto donde sufriste las emboscadas arteras del desengaño, te pesa como la losa de tu propio cenotafio, te haces las preguntas zaratrustianas: ¿Por qué no huiste al bosque? ¿Por qué no cultivaste la tierra? ¿No está acaso de islas verdes la mar llena? ¿Por qué has estado viviendo tanto tiempo al lado de la ciénaga? Y cuando, hipócrita hipocondriaco, te ves deambular como alma en pena a orillas de la Estigia, donde, "ignorado en el Hades revoloteas por entre oscuros difuntos" sáficos y millones de zombies insepultos (titios que exhiben sus entrañas, tántalos con el agua hasta el cuello sin poder probarla, sísifos con su roca a cuestas, ixiones condenados a huir eternamente de sí mismos, las danaidas y su tonel de sueños irrellenables, Eurídices invisibles para Orfeo ... ) prisioneros de las furias y vigilados por Cerbero, todavía te consuelas con Kavafis. Y te dices: "Huiré a otra tierra, hacia otro mar...", lejos del turbio lago Mareotis.

Carne prometida de psiquiatra (dice la Kristeva que quien no se psicoanaliza no está vivo), te atreves a soñar que huyes (que sólo aquel que huye escapa), que abandonas para siempre el bosque petrificado y te sales de la fila que te marca el hormiguero lefebvriano de hormigón desalmado, piedra, metal y asfalto, erigido sobre los residuos de la vida agraria y que extiende su asfixiante manto sobre la tierra, aire, fuego y agua. Juegas a que ahora te ibas navegando del golfo cortesano de Gracián, poblado de "horribles monstruos y aun acroceraumnios", los cuales, cuando el tendón de Aquiles te flaquea como a Amiel o a Morán (don Fernando) te arrebatan voraces, pues "siempre somos vencidos y devorados". Te imaginas, bucólico, que te vas con Unamuno a la campiña para buscarte lejos del ruido y el trajín de la odiable y odiosa ciudad de las envidias y las vanidades; que entonas, con Rousseau, el adiós a París, pueblo ruidoso de humo y cieno; que abandonas, con Cernuda, tu ciudad-cárcel Caledonia; que, profeta loco y vagabundo, dejas tu dolor y soledad en Orfalís y te embarcas de regreso a la isla en que naciste; que, alegre, saludas a Alejandría que se aleja... ¡Andagua Nueva York, Tarzán volver a selva!

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Y, compañero del viento todo a las whitmaniano, baudelairiano albatros aterrado, exiliado en el suelo en medio del tumulto urbano, con alas de gigante que te impiden caminar por el asfalto, sueñas con alzar el vuelo y emigrar a

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las Islas Afortunadas para instalar allí tu nido de Ibizón Crusoe mediterráneo. O, frustrado pastorcillo virgiliano, anhelas volver al campo nemoroso deleitoso para hallar allí la sofrosyne y entonar el "¡venid, cabrillas mías, al aprisco!", mientras aguardas una vejez ni torpe ni privada del cántico y la lira, pero sí de infartos.

Pero aquí sigues entre tanto, náufrago de las ideas, aferrado a este atolón polis-nésico asfaltado; simbiótica biocenosis lorenzana de hombres lobos para el hombre, lianas trepadoras, plantas devoradoras y ratas; laborítica Creta de la agresividad intraespecifica hipotalámica; freudiano centro del saber y, sobre todo, del poder; aglomeración estrepitosa marcusiana de la sociedad de masas; escenario donde se representa la tragicomedia cortesana de la soberbia, la envidia y la codicia (los tres males de Florencia plaga). Y sientes que empiezas a responder a la llamada de la jungla asfáltica y también a ti te invaden irreprimibles ansias frommaniacas de lucro, poder y fama; la incapacidad de pensar, la amoralidad y la hiperexcitación de los estúpidos, los insensibles y los agitados despreciados por Pessoa. Y que te vas deslizando poco a poco en el limbo ciudadano del deseo sin esperanza, que te empantanas en la conquista necia de lo cotidiano, te entra el miedo a estar a solas con tu yo y te encuentras de repente tarareando un canto urbano lleno de ruido y de furia, cantado por un necio nada shakespeariano.

Y es que, aunque te sigas diciendo: "Huiré...", porque el derecho último a la fuga ni al mono kaflkiano conformista se le niega, sabes que no hay otro lugar, otra tierra ni otra mar ni camino ni barco que te alejen, que la ciudad ira siempre en ti y que al arruinar tu vida aquí la arruinaste en toda la tierra. Que tú mismo te acechas en los bosques y cavernas. Y que antes de irte ya estarás volviendo a la ciudad, donde duermen, pese a todo, tus últimos recuerdos.

Al final terminarás pidiendo hora y esperando acomodarte en la butaca/ltaca de la Kristeva (cuando te reciba le dirás: "doctora, cámbieme, Madrid me mata") para que te extirpe las raíces refoulées agrarias y proceda a tu reinserción social definitiva, en el tiesto urbano, convertido en asfódelo feliz de recibir el riego pestilente de la Estigia, azucena del basalto, rosa de alquitrán, negra y desflorada flor de asfalto. O, mejor, ya puestos, recio cardo borriquero de macadán acorazado contra la melancolía, la depresión y el desencanto.

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