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El precio de los locos

Es doloroso, pero también cierto, que el comercio de la miseria siempre fue una actividad tan lucrativa como segura. Las evidencias dolorosas y ciertas -el hambre donde fuere, la guerra en tal o cual rincón del mundo, las inundaciones, los terremotos- gozan de un antiguo prestigio, quizá insuflado por la idea de que nada anima tanto al hombre como comprobar que hay alguien que está aún peor y más zurrado que él. A pesar del peligro que supone la generalización de la competencia, ese mecanismo continúa enseñándose lozano y útil. A veces, la miseria se engalana con un toque de exotismo y entonces aparecen las sirenas, las esfinges, la mujer barbuda y el hombre caimán. En otras ocasiones, quizá en las más, esa misma miseria se tiñe con los domésticos colores del costumbrismo y tiene que acudir al cine neorrealista para lograr transformarse en espectáculo, ya que, de no ser así, acaba languideciendo por las esquinas y mostrando la media y amarguilla sonrisa que incita a la complicidad.Esta mansa miseria costumbrista y cotidiana está ya agotando un caudal que parecía infinito en la búsqueda de recursos emotivos y, en consecuencia, el vecindario se aburre de la desgracia de a diario para exigir, a medida que pasa el tiempo, mayores cantidades y mejores calidades de dolor para abandonar la indiferencia. A la droga dura le pasa lo mismo y, en cuanto se descubre su necesidad, no hay más remedio que aumentar la dosis: con el paso del tiempo no basta la escalada cuantitativa y debe cambiarse de raíz si lo que se busca es conservar el sentido inicial de sorpresivo deleite y, no tan sólo -y sin mayores rodeos- a ahuyentar el fantasma del mono. A fuerza de explotar una fórmula de miseria costumbrista es bien cierto que no se llega a peligro alguno de síndrome de abstinencia, pero aparece el tedio y se presenta el gesto indiferente, cosa que también preocupa a quienes comercian. De ahí la necesidad y, al cabo, la angustia de un cambio continuo y difícil de mantener en el preciso ritmo de su aceleración.

Abundan los ejemplos de cuanto queda dicho. Los mendigos con niño sucio, triste y sonámbulo se contemplan ya como un fastidio y no como una tragedia en primera y evidente aproximación, aunque todavía permanezca en las conciencias y en las voluntades el horror ante las historias del alquiler de niños que, en un sentido textualmente dramático, corresponden con muy ajustada precisión a la escalada de la miseria. El drama del paro aburre a medida que se convierte en estadística cada vez más generalizada y, para tranquilidad de las conciencias puras, resulta beneficiario en el fondo de la economía subterránea, aquélla que en un buen trance recibió el hermoso nombre de economía golfa.

La miseria cotidiana ha perdido su atractivo en la parcela, antes rozagante, de la economía y, al menos en este aspecto, se han cumplido fielmente las predicciones hechas en el siglo pasado, cuando se denunciaba la dificultad de una sociedad basada en valores económicos y necesitada de su indefinida extensión. Crecer continua e ininterrumpidamente es una tarea imposible cuando los recursos, por propia definición de lo económico, son limitados. Y aun cuando la capacidad de conmoverse fuera tenida por ilimitada, por ajena a la esfera económica -cosa que agradecerían los seguidores del positivismo cientifista-, los medios adecuados para mover a compasión entran, por partida doble, en esa espiral de limitaciones.

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De ahí que vuelvan a proliferar las miserias exóticas, bien que amarradas al carro de la industrialización. Ya no hay ciegos aullando las coplas a la muerte de la doncella virtuosa, ni tampoco leprosos atados a la campanilla del espanto. El exotismo se entiende ahora como espectáculo audiovisual y, a poco que nos empeñemos en forzar la imaginación etnológica, acabaremos entendiendo así hasta las películas

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que se venden en los sex-shops. Difícilmente podría escapar la miseria a esa especie de ley general que nos obliga a la puesta al día aun en contra de nuestros propios instintos y voluntades. Podría ser que esa idea de la comercialización de las miserias exóticas tuviera también que admitir sus límites y humillarse ante ellos, pero lo cierto es que apenas podemos hoy vislumbrarlos.

Acabo de enterarme de uno de los episodios más elaborados de la comercialización de la miseria exótica, esto es, de la miseria ni doméstica ni cotidiana. En el transcurso de la rocambolesca invasión de una isla minúscula por las tropas del fuerte fue bombardeado un manicomio "por error", en palabras textuales de un portavoz autorizado; en la acción murieron 18 locos. Las autoridades invasoras indemnizaron a los familiares cuerdos de los difuntos dementes, y aquí paz y después gloria. Todo resulta muy correcto y civilizado, según las convencionales pautas de nuestra cultura. Pero siempre, ¡vaya por Dios!, aparecen las quejas y la embajada tiene que tramitar las reclamaciones de quienes aún se sienten menospreciados en sus derechos. El portavoz, autorizado zanja la cuestión de raíz y con muy sabias palabras: "Ya se sabe que en estas cosas siempre hay algo de pillería y gente que se quiere aprovechar". Supongo que podría ser la frase de una novela del Caribe, pero no es tal cosa: es la idea de la muerte de un loco como medio de lucro, expresada por un funcionario. Ni Valle-Inclán anteayer, ni Lawrence Durrell hoy hubieran podido imaginarlo mejor.

Copyright Camilo José Cela, 1984.

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