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El dilema de Miquel Roca

En 1922, cuando el otrora sólido edificio de la Restauración era como un navío desarbolado, que hacía agua por todas partes, la consigna del regeneracionismo -el desplazamiento de la España oficial por la España real- pareció concretarse en la necesidad de sustituir los decrépitos partidos dinásticos -convertidos en banderías desde 1913- por formaciones políticas enraizadas en las médulas sociales del país. Hasta ese momento, y desde el despuntar del siglo, la Monarquía había atravesado cuatro crisis que desmontaron las piezas maestras de la construcción canovista. En 1905, la batallona ley de jurisdicciones trajo como con secuencia el final de la trayectoria civilista trazada por Cánovas a la Restauración. En 1909, los coletazos parlamentarios de la ferrerada provocaron la crisis del Pacto de El Pardo. A lo largo de 1913 se produjo la descomposición irremediable de los partidos dinásticos. El año 1917 presenció -juntas de defensa, asamblea de parlamentarios, huelga general revolucionaria- el hundimiento de la plataforma transaccional (consensuada, diríamos ahora) en que descansaba todo el sistema. En 1921, la tragedia de Annual propició la ofensiva, más o menos directa, contra el eje sustentador de aquél: la Corona, envuelta en la marea de las responsabilidades.

Que Alfonso XIII comprendía la necesidad urgente de una renovación radical, o de un cambio de rumbo, para salvar al régimen y al país -la amenaza revolucionaria tenía su reverso en el posible retorno al ciclo de las guerras civiles- lo había puesto de relieve su famoso discurso de Córdoba, cuyo contenido, de peligroso cariz anticonstitucional, apuntaba ya a un corte del nudo gordiano. Pero quedaba todavía una posibilidad de revitalización -o regeneración dentro de la ortodoxia canovista-, basada en la reestructuración del bipartidismo: por la izquierda, era cuestión de dar tiempo al logro del proyecto de bloque liberal mediante el acuerdo de Santiago Alba con Melquiades Álvarez; cabía la esperanza de que el posibilismo republicano propiciase a su vez un posibilismo socialista. Por la derecha, se pensaba todavía en Maura, pero sobre todo en Cambó. Porque si el maurismo encarnaba una fuerza con auténtico respaldo social, esa fuerza se veía condicionada por el lastre de sus adherentes con pura vocación reaccionaria, que habían convertido la revolución desde arriba en obstáculo para cualquier avance innovador, después de la experiencia traumática de 1909. Y, por lo demás, don Antonio Maura estaba ya, a aquellas alturas de su vida, dominado por el cansancio y por el resentimiento (cuando el Rey le llamó para que presidiera el Gobierno nacional de 1918, se limitó a rezongar, ante su primogénito y confidente: "Veremos lo que dura esta monserga..."). En la derecha civilizada -centro más bien que derecha- un astro nuevo había venido a eclipsar a Maura: Francisco Cambó, líder de la emprendedora burguesía catalana -otra realidad social de auténtico peso- a través de la Lliga Regionalista. Cambó era un político nato, de capacidad y preparación extraordinarias, abierto a una moderna concepción del Estado y de la administración según resueltas orientaciones descentralizadoras.

Sabemos ahora que al producirse, en noviembre de 1922, la crisis del Gabinete Sánchez Guerra, Alfonso XIII ofreció a Cambó la posibilidad de formar Gobierno, junto con Maura, para el que ambos contarían con la plenitud de su apoyo. (En aquel tiempo eso quería decir "decreto de disolución de las Cortes": con un margen temporal previo a la convocatoria de nuevos comicios, destinado a poner en marcha, mediante decretos, la revolución desde el poder.) Maura, consultado por Cambó, se echó a un lado: "Demasiado tarde", se limitó a decir, con frase muy típica. Sin embargo, el monarca reprodujo su oferta a Cambó -esta vez prescindiendo de Maura- Se trataba de promover al político catalán para que éste, convertido en eje de un programa renovador de alto empeño, hiciese lo que Maura no había logrado hacer 15 años atrás. Pero quedaba un inconveniente: el estrecho reducto político en que Cambó se movía -la Lliga, limitada al ámbito catalán-. Sin duda, el Rey se condujo con torpeza al plantear crudamente el caso al líder regionalista: todo su apoyo -el de don Alfonso- sería insuficiente frente a la reacción que en el resto de España haría imposible que Cambó se impusiese en tanto fuese conductor de las aspiraciones catalanistas; se hacía preciso, por tanto, que éste abandonase aquella plataforma para pilotar otra de implantación nacional. "Tanto o más que el fondo", escribiría luego Cambó en sus Memòries, "la forma en que fue hecha la propuesta me ofendió".

Comprendemos las razones de Cambó, pero sólo hasta cierto punto. También él dudaría, al cabo, del acierto de su propia reacción inmediata, que le llevó a echar leña al fuego en el debate parlamentario de aquella tarde -30 de noviembre de 1922- sobre el espinoso tema de las responsabilidades. En sus memorias está presente la angustiosa pregunta que en adelante pesaría sobre su ánimo: "La dudas de si había obrado bien o mal".

Líder con madera de auténtico estadista, Cambó perdió las dos ocasiones que la Historia -con mayúscula- le ofreció a lo largo de su vida para que tomase sobre sí la gloriosa tarea de regenerar a España. En 1922, porque con

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El dilema de Miquel Roca

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fundió la oferta del Rey con un soborno para que abandonara sus convicciones catalanistas de siempre. En 1930 -cuando Alfonso XIII, caída la dictadura, aconsejó a Berenguer que convirtiera en hombre fuerte e inspirador de su Gabinete al político catalán-, porque tropezó en su camino con una fatalidad imprevisible: la afección de garganta que se le declaró en plena crisis, y que le fue diagnosticada como un posible cáncer. Entonces, sin descubrir aquella terrible realidad, no tuvo más remedio que negar su colaboración directa al nuevo equipo de gobierno. Muchos entendieron esta actitud como un desahucio del régimen; él se limitó a desvelar al duque de Alba el verdadero motivo de su abstención: "Yo no, porque me muero... ".

Curiosamente, la coyuntura política que hoy vive nuestro país toma de nuevo el carácter de un dilema, similar al de 1922, para el hombre en quien -con buenas razones- muchos han creído ver un nuevo Cambó: Miquel Roca y Junyent. Ciertamente, si dejamos a un lado las enormes diferencias que matizan la situación española actual respecto a la vivida en la fase crepuscular de la primera Restauración -la época de Cambó-, hay entre uno y otro -entre Cambó y Roca- una indudable identidad en el modo de hacer, de concebir, de plantear la política; más aún, en el modo de estar en la política. Partiendo de una sólida preparación técnica y de un agudo sentido crítico -sus observaciones son por lo general el polo opuesto a la frivolidad o a la irresponsabilidad tan frecuentes en nuestro parlamentarismo-, Miquel Roca ha sabido mantener siempre la ejemplaridad de una actitud dialogante, auténticamente constructiva, de cara a sus oponentes (otra cosa es que sepa ser duro y hasta sarcástico ante impertinencias como las que suelen prodigarle los señores de Alianza Popular). Roca detesta -al igual que Cambó- el canibalismo político. No entiende la actuación parlamentaria como simple medio para aplastar al adversario, cerrándose a razones: si hay zonas de entendimiento entre él y su antagonista, prefiere profundizar en ellas a fin de alcanzar, mediante transacciones, un avance positivo feliz para todos (en eso consiste, ni más ni menos, el consenso).

El programa reformista de Roca supone la primera propuesta seria para cubrir el vacío creado en el panorama de los partidos españoles por el hundimiento de UCD a partir de 1932; y el último debate sobre el estado de la nación ha venido a ponerlo de relieve, al dejar reducidas a sus auténticas dimensiones de derecha dura la oposición fraguista. Adolfo Suárez -artífice de la modélica transición española a la democracia- y Miquel Roca dieron en esta ocasión la imagen civilizada de una posible alternativa a la presencia del socialismo en el poder. Dejando aparte al primero, como positiva reserva que en un futuro más o menos lejano puede ser todavía extraordinariamente útil al país, el reformismo de Roca parece, hoy por hoy, abrir un inédito -y por ello más sugestivo- camino a todos aquellos que, no comulgando con los programas o con las experiencias socialistas, preferirían abstenerse antes que votar al neofranquismo de la Coalición Popular. Yo diría que incluso hay, como alternativa de poder, una ventaja inicial en la plataforma autonómica de que parte Roca. Que en el Estado de las autonomías, aún inexistente en la etapa de la transición, las soluciones o los programas de ambición nacional vengan propuestos desde Cataluña nos parece un dato ciertamente positivo: mala cosa sería que los partidos autonómicos desarrollasen sus esquemas de espaldas a la suprema entidad española.

Pero es aquí donde el futuro del reformismo -y de Roca, su gran valedor, su inventor diríamos más bien- ofrece el flanco más débil. Pues las ventajas ofrecidas por la iniciativa autonómica desaparecen si lejos de supeditarse decididamente al plano de la gran política nacional pretenden poner ésta al servicio de los intereses autonómicos. Fue ése el problema de Cambó ante el dilema en que le situó Alfonso XIII. Porque en su rechazo de la oferta regia afloraba, por debajo de la presunta dignidad ofendida de un político leal a su partido, la pretensión hasta entonces camuflada en los equívocos de sus discursos parlamentarios, de invertir los términos (esto es, de uncir el carro del Estado al tiro catalán). Lo pondría de manifiesto en su famoso eslogan -inserto, claro es, en un discurso de cara a sus clientelas-: "¿Monarquías? ¿Repúblicas? ¡Cataluña!". (Habida cuenta de que Cambó, sin sentir la monarquía, era un monárquico de razón, que veía en el republicanismo la posibilidad de un futuro catastrófico para el Estado, esa frase cobra todo su alcance. Con generosidad mucho más amplia, el propio Rey glosaría la expresión de Cambó en ocasión posterior, proclamando: "¿Monarquía? ¿República? ¡España!".) En cualquier caso, esa actitud, que comprometía gravemente la significación española de la empresa política de Cambó, supuso una gran desilusión -diría yo que una gran frustración- para el regeneracionismo que había buscado en él uno de sus cauces.

Ahora Miquel Roca se niega a adelantarse al frente del partido que él mismo ha apadrinado. Su repliegue a favor del supremo interés de su plataforma catalana -Convergència i Unió- puede malograr toda la propuesta reformista, reducida a una inquietante confederación de núcleos centrífugos, y sin la rectoría del propio Roca. Se comprende la negativa -una muestra más de su instinto político- opuesta por Suárez a las invitaciones que se le han hecho para que avale, integrándose en ella, la famosa operación.

Saltar de Convergència al reformismo -cauce de nueva creación, posterior, insistimos, a la estructuración del Estado de las autonomías- no representaría nunca una contradicción con los legítimos planteamientos catalanistas del señor Roca, si éstos se atienen -y volvemos a Cambó- a aquella definición memorable del líder de la vieja Lliga: "Lo que nosotros queremos en definitiva es... que ya de una vez y para siempre se sepa y se acepte que la manera que tenemos nosotros de ser españoles es conservándonos catalanes; que no nos desespañolizamos ni un ápice sintiéndonos muy catalanes; que la garantía de ser nosotros muy españoles consiste en ser muy catalanes". Porque si esto se dijo hace 60 años, ahora, una vez construido el Estado de las autonomías, la argumentación podría desplegarse al revés: ser español significa ser catalán -como significa ser vasco, o valenciano, o gallego-, pero en términos tales que antes potencien que coarten la significación plena de lo catalán, de lo vasco, de lo valenciano, de lo gallego. Y eso es cosa muy distinta a lanzar una llamada como la que late en los programas del reformismo, para, a continuación, desvincularse de las claves del partido -confiadas a figura dignísima, como la de Antonio Garrigues, pero que queda coartada por el estar y no estar de Roca-. Sujeto aquél a las inspiraciones de las plataformas autonómicas, cabrá siempre la amenaza de su desmoronamiento, dinamitado por insolidaridades previsibles.

Allá por los días difíciles de la primera posguerra, Alcalá Zamora -el futuro presidente de la II República- lanzó contra Cambó una frase lapidaria: "Cabe que vacile entre ser el Bolívar de Cataluña o el Bismarck de España; pero es imposible que quiera usted ser las dos cosas al mismo tiempo". ("Estocada personal de gran efecto", reconocería él propio Cambó en sus memorias, "y que en el fondo expresaba una gran verdad".) Me temo que el señor Roca tenga ante sí un dilema parecido. ¿Cabe proponer un esquema bismarckiano en Madrid -mediante figura interpuesta- desde una soterrada vocación bolivariana en Cataluña?

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