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Recital para rebecos

He de confesar que los recitales de poesía se cuentan entre los actos más sorprendentes y peregrinos con que uno puede toparse o de los que uno puede ser protagonista. Naturalmente, estas circunstancias no implican la más leve crítica hacia la poesía, ni hacia los poetas, ni hacia los organizadores de este tipo de actos, tan llenos siempre de buena voluntad y por los que declaro públicamente mi simpatía. Hay en toda creación literaria una aprehensión de extrañas músicas nunca oídas, de palabras nuevas, y el recitado devuelve al aire esas palabras; devuelve con música lo que es música. De ahí mi simpatía y mi criterio de que la poesía no sólo debe ser leída, sino que también tiene que ser dicha.Sin embargo, no faltan las sorpresas en este tipo de actos peculiares. De entrada, hay gentes que muestran su escepticismo y su rigor para con ellos, lo que parece, a todas luces, algo exagerado. Hay personas que, por principio, se niegan a acudir a los recitales poéticos y hay otras que tienen por norma no ser jamás protagonistas de ellos. Hay, en fin, el grupo de los que quisieran, pero no pueden, comunicar -por una u otra causa- su palabra con armonía, su música. Se ven así incapacitados para ponerse a tono con el público y la escenografía que todo acto de este tipo conlleva.

Las sorpresas que suelen deparar los recitales poéticos nacen generalmente del número de asistentes a los mismos. De ahí su provisionalidad y el carácter peregrino que antes les atribuía, y que a veces suele conducir a su fracaso. La cultura se va abriendo paso afortunadamente entre nosotros con naturalidad, y es probable -en algunos lugares es ya una realidad- que pronto las distintas convocatorias se cuenten entre los hábitos de los habitantes de nuestros campos y ciudades. Pero todavía en algunas capitales de provincias y en pequeños lugares hay actos, como los recitales poéticos o los conciertos de música clásica, que tienen difícil resonancia. Precisamente poesía y música clásica que, acaso por ser artes esenciales, exigen espacios y oídos más delicados, más llenos de equilibrio.

Pero estaba hablando del número de asistentes. Aún desconocemos por qué extraños mecanismos cuando se envía un centenar de invitaciones para un acto de este tipo sólo asisten 15 o 20 personas. O, por el contrario, por qué cuando estos actos se improvisan y se dejan al albur de las circunstancias, la sala se abarrota y el público está en pie en los pasillos.

De un par de estos últimos casos fui testigo este verano. Con ocasión de la presentación de un libro sobre el señorío leonés de los Bazán, alguien me había rogado que improvisáramos un recital poético en el patio del mismo castillo semiderruido de los Bazán, en la villa de Palacios. Era una tarde de pleno agosto y esperábamos encontrarnos allí una docena de personas para pasar el rato, pero cuál no sería nuestra sorpresa al ver que acudieron casi tres centenares, entre los que se contaban no pocos de los habitantes del pueblo, que, como nosotros, jamás imaginaron ver reavivadas de forma repentina las viejas piedras de su castillo con acto cultural alguno.

Pero cuál no sería mi sorpresa cuando, días después, recibí una llamada telefónica con la que me invitaban a participar en un "recital para rebecos" (sic). Ésta fue la denominación que en seguida utilizó mi comunicante. Un recital a celebrar a 1.560 metros de altitud, en las praderas del puerto de Vegarada, en las estribaciones de los Picos de Europa, ya casi en el límite de Asturias. El rebeco, como bien sabrá el lector, es un rumiante de alta montaña, una especie a extinguir que todavía goza de libertad entre los riscos y los canchales de algunas de nuestras montañas. Seres ágiles y esquivos, brincan con no poco riesgo de peña en peña y rehúyen con destreza las miradas de quien osa la aventura de llegar hasta ellos.

¿Recital para rebecos? Sí, se trataba efectivamente de un recital para rebecos. O, lo que es lo mismo, para las montañas, para la naturaleza vacía, para el cuajado y puro cielo de altura. Los fines del acto, en principio, eran simple y llanamente éstos. Luego, claro está, me llegaron algunas otras razones: se iba a tratar de la reunión amistosa y desenfadada de un grupo de poetas leoneses.

Para algunos de ellos, la poesía no era planta que se desarrollara en nuestros lares con la misma facilidad que las empresas económicas o las personales ambiciones políticas. Entre nosotros, la creación literaria llevaba consigo algo de prueba, de romper resistencias, de deshacer dificultades, de rogar estímulos, de saltar por encima de personalismos egoístas e insolidarios. Con poseer una antigua y riquísima tradición poética, la poesía de León no era, según los organizadores de aquella extraña convocatoria, una planta que crecía con facilidad entre nosotros, sino una especie de rama brava y vigorosa sometida a todo tipo de pruebas vocacionales; una rama como aquellas que rara vez resisten el cierzo entre los roquedos de Vegarada.

Todo se había clarificado un poco más. Era un acto peregrino aquel de recitar a los rebecos -al vacío-, pero auténtico y conmovedor por su pureza de intenciones. Era, por ello, una

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aventura que había que correr, aunque en seguida comenzara a difundirse el rumor de que el acto -¡a estas alturas!- corría el riesgo de politizarse. (Días antes, y también en la montaña, distintos grupos habían llegado a las manos en otra convocatoria que, en principio, tenía por fin la salvaguardia del valle de Riaño -uno de nuestros valles más paradisiacos- de la construcción de un gran embalse; embalse que -como nuestras tensiones autonómicas- el pueblo hereda de decisiones pasadas y que ahora otros son los que deben cargar con la responsabilidad de desactivar este tipo de problemas, como si de explosivos se tratara. Afortunadamente, cuando escribo estas líneas, el Tribunal Constitucional parece haber puesto alguna luz en el segundo de estos asuntos.)

Emprendimos la ascensión por las vegas: primero, por la del río Órbigo; luego, por la del Torío; más tarde, por la del Curueño, bordeada por los chopos más espigados que uno haya podido contemplar jamás. Esta última habría de llevamos hasta el mismo corazón del puerto de Vegarada. Pronto disminuyó el tráfico y, al borde de los precipicios, hubo que reducir la marcha. El río discurría abajo socavando los murallones de roca caliza, resquebrajados por las nieves y por las heladas, de las hoces de Nocedo. Río de truchas exquisitas discurriendo inexorable bajo los puentecillos romanos, todavía indemnes desde las guerras; de cántabros y astures contra Roma, y dignos por ello de ser mimados.

Sólo un coche ascendía delante de nosotros con meticulosa y prudente parsimonia. Era el de mi tocayo, el poeta Antonio Pereira, que acudía al acto -sólo más tarde lo comprendería- sabiamente pertrechado con una manta (él sí sabía hacia dónde nos dirigíamos). Ya cerca del puerto, se borró el sol y las nieblas comenzaron a lamer insistentemente los riscos. Toda la ascensión estuvo llena de vacilaciones y de escepticismo. Pero cuál no sería nuestra sorpresa al ver que allá arriba, en los prados de Vegarada, había unas 300 personas sentadas bajo el cierzo y sobre la hierba. Sorpresas inesperadas de los recitales poéticos.

Ni medios de comunicación, ni estrado, ni asientos, ni remuneraciones, ni intencionalidad social o política alguna: puro y simple recital desinteresado que, en sus orígenes, no contaba ni con espectadores. Recital para rebecos, para aquellos rebecos que luego algunos gustaban de descubrir, como pequeñas manchas oscuras, entre los peñascales más altos. Hasta un gigantesco rebaño de ovejas descendió por una de las laderas y llegó al límite de la muchedumbre. ¿El pastor quería oír o, simplemente, deseaba saber a qué se debía aquella alocada y repentina reunión convocada en sus dominios?

¿Prodigio de espontaneidad? ¿Acto y cultura auténticamente populares? Terminaron los versos de ser leídos en el mayor de los silencios, en el más grandioso de los anfiteatros, en un mirador de roquedos y de praderíos que miraban, por un lado, a Asturias; por el otro, a León. Pronto iría en aumento la animación y la fiesta, y correría el vino.

Anochecía, pero ya abajo, entre los espigados chopos de La Vecilla, como un prodigio, volvió a salir el sol. Descendí con la duda de no saber de dónde había llegado aquel público atento y entusiasta, formado fundamentalmente por gente joven. Pero, como quien toma por sueño cuanto acaba de vivir, también regresaba distraído con otra idea: la del nuevo recital para rebecos a celebrar el próximo verano en otro paraje de nuestra montaña, en el lago del Ausente.

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