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La patria incolora

Entre las tareas que no son urgentes, que no reportan beneficios, que no acarrean loores, o sea, que no son de baja política, existe una, sin embargo, cuyo planteamiento y solución no habría que prorrogar. Me refiero a la proposición de un nuevo patriotismo en España, o si se prefiere, de un mero patriotismo, quitando lo de nuevo, precisamente porque todo lo habido en este terreno hata ahora más bien ha sido semillero de discordia, cuando no de puro degüello interhispánico.Evidentemente, el estricto enunciado de esta cuestión, la necesidad de un patriotismo español, a estas alturas del siglo XX, revela por una parte un fracaso colectivo, y por otra, una cierta desesperanza que enseguida se puede aliar con el hastío. ¿Para qué resucitar ese típico pero polvoriento cadáver del armario? Sin duda, porque ninguna democracia puede serlo enteramente guardando cadáveres en el armario. Ni sin desinfectar, periódicamente, los miasmas morales que fructifican a sus anchas en un modelo político donde prima la voracidad del puesto y el fragor de la nimia aunque enrevesada batalla cotidiana.

Pues bien, hace un tiempo los ojos de unos 2.500 millones de humanos pudieron ver portelevisión la inauguración de la Olimpiada de Los Ángeles. Tocaron el himno nacional estadounidense, y el público asistente lo cantó, llevándose la mano derecha a la altura del corazón. Parecían saberse música y letra, y sobre todo, la gente parecía consciente de que ese signo de todo el país sólo se puede producir entre cohesión y acatamiento. Y respeto, por supuesto. El estadounidense se diría, pues, pueblo con forme consigo mismo, que no se cuestiona quién es, ni de dónde viene ni a dónde va, como en cambio sucede en el debate eterno sobre el ser de España. Y eso que la norteamericana consiste en una sociedad multirracial, con numerosas tendencias centrífugas, enconados problemas de racismo... Pero me atrevería a defender la idea. de que todas esas disfunciones, todo lo virulentas que se quiera, no eliden el acopio de vibraciones positivas, la pacífica confraternización, de la, en apariencia, vulgar anécdota: los estadounidenses cantando su himno.

Encima, allí desfilaron, muy destacadamente, tres banderas: la de La Unión, la de California y la de 'Los Ángeles. La natural intrascendencia de este hecho, superexpuesto a los ojos del mundo, estimularía su traslación, pero ya sin trivialidad, a España: ¿y si los Juegos se tuvieran que celebrar en Bilbao?

El caso USA no significa más que un pretexto para hablar de ese patriotismo exhibido en ese primer estrato o instante superficial, y al mismo tiempo emocional, del himno nacional y la bandera. Recuerdo cómo me impresionaban los cines ingleses de hace ya un par de décadas cuando, al acabar la proyección, ponían el himno nacional, y la gente, a lo mejor aburrida por el bodrio de la película vista, se transfiguraba y realmente todos sentían "gobernar las olas". He visto también, en un país tentado a ser ficticio y caótico como Italia, la capacidad de galvanización que tienen el tricolore y el Himno de Mameli. Instrumentan un profundo y grave patriotismo, no sólo fútilmente en los estadios.

Si estos países ajenos a connotar patriotismo y fascismo están de acuerdo consigo mismos desde su himno y su bandera, a mí no me parece que suceda otro tanto en el nuestro. Más bien yo afirmaría que el patriotismo en España más que un factor de

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unión es un factor de desunión. Hay una forma clara de entenderlo: cuando algunos de nuestros militares, o incluso algunos miembros de la derecha, engolan tanto la voz y ponen tanto ceño en decir patria, y subsidiariamente en morir por la patria, en esos momentos otros muchos españoles pueden sentir repulsión ante el concepto. Y frialdad, o distanciamiento, por una bandera tan vehemente y patrimonialmente usada.

Algo parecido y muy noble, por venir de quien viene, declaraba el general Díez-Alegría en una entrevista con Cela: "El patriotismo es un sentimiento natural y saludable, que si llega a ser pregonado tan sólo y exclusivamente por un sector del país, ¡desgraciado país!".

Cuando más obvia resultó la cuestión fue cuando el franquismo. Con su uso unidireccional de esos signos, España, patria, bandera, himnos y gritos rituales, los convirtió en absolutamente prohibitivos para todos

quienes no estábamos sintonizados con el régimen. Ahora que Franco ya sólo nos queda en estatua sigue siendo difícil absorber y curar esas intoxicaciones de patriotismo, disuelto en una solución de dictadura, que nos fueron recetadas como verdades reveladas. Y sin tiempo o sin ganas, o tal vez sin método para desinfectar el patriotismo y conjugarlo con un nuevo patriotismo (tarea aún más primordial que la de jalear, que no está mal, el nacionalismo español, según el PSOE), ha ocurrido el bravío, despertar de las nacionalidades, un movimiento confuso y pendular cuyo verdadero final desconocemos.

Con más remonte histórico, lo tenemos aún peor, aunque reconocerlo es el único sistema para progresar. Pero, en fin, ser de un pueblo fratricida marca mucho, y aún subsisten muchos protagonistas que, con himnos y banderas distintas, han procurado matarse. Eso no quiere decir que la llaga lata con una pulsión exagerada y acuciante hoy día. Pero, indudablemente, son hondas muescas en la memoria colectiva, en el carácter de un pueblo. Y desde luego, inducen a replantear esta cuestión que tanta dentera da: aunque un poco dispersos como españoles, podría ser más lo que nos une que lo que nos separa. Y por ahí discurriría la enseñanza en variados sitios, desde escuelas a cuarteles, de la necesidad de ser patriotas. Patriotas contra nadie, claro, contra ningún otro español.

En cierto modo, no sería mucho pedir en la era de las obleas de silicio: ser patriotas sin ir contra los vivos. Y a ser posible, tampoco contra los muertos.

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