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Ambulante

Una nueva raza de máquinas causa furor en la ciudad. También son electrónicas, tragaperras y callejeras, como los videojuegos espaciales de masacrar marcianos y las frutas millonarias, pero en lugar de emitir alegres signos binarios, emiten diagnósticos sanitarios. Son esas máquinas que por una devaluada moneda de veinte duros toman la tensión o te informan en un par de minutos de las tasas de colesterol que arrastras por, la vida.Sería incorrecto afirmar que estamos ante una nueva modalidad de medicina, la medicina callejera, porque el exacto lugar de estos artilugios electrónicos lo ocupaban no hace tanto tiempo los charlatanes de jarabes milagrosos, crecepelos fulminantes, elixires de la eterna juventud y mágicos laxantes. La prueba es que estas máquinas vigilantes de los excesos del cuerpo están rodeadas de acordeonistas infantiles, visionarios religiosos, artistas de la tiza y demás mercachifles del asfalto. Es la crisis del ambulatorio lo que ha hecho resurgir de sus cenizas medievales esta sanidad ambulante que reproduce en plazas y supermercados el viejo espectáculo costumbrista de los sacamuelas, callistas, curanderos, hierbateros y sangradores.

Algo muy gordo tiene que estar ocurriendo en el interior de nuestras instituciones sanitarias cuando el personal, harto de hacer cola en los consultorios públicos y en las consultas privadas, hace cola ante esas buhoneras máquinas electrónicas de vigilar estrechamente la tensión y el colesterol.

Atención, a la paradoja. En una sociedad altamente hipocondriaca, que ha sustituido el fanatismo del alma por la religión del cuerpo, la medicina se hace ambulante, marginal y autosuficiente. Los enfermos, muy especialmente los preenfermos, se han rebelado Contra el sacerdocio de los hombres de bata blanca y han instaurado el nuevo desorden sanitario. El ciudadano produce y consume su propio diagnóstico. La farmacia ha sustituido al consultorio. La autovigilancia casera y callejera es la respuesta salvaje al caos en el que se ahoga la clínica. Estas espontáneas máquinas tragaperras, en definitiva, sólo son el síntoma de la progresiva desconfianza en la maquinaria de una institución cada vez más maquinal.

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