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El discreto encanto de la marginación

Se hace quizá demasiada literatura, y no siempre buena, en torno a la condición de marginados sociales que decimos padecer, en general, los escritores; y desde luego somos muchos quienes, bordeando las márgenes de los delirios persecutorios, consideramos nuestro caso particular como una especialísima situación de ostracismo -de ninguneo- y hasta de decidida hostilidad por parte de los poderes públicos y de los organismos sociales. Esto de la marginación es, por lo demás, muy relativo, por lo menos en dos aspectos de la cuestión, 1) en cuanto a que hay marginaciones y marginaciones en una misma sociedad, ¿pues qué tendrá que ver mi situación con la de, por ejemplo, un gitano de la UVA de Vallecas?, y 2) en el sentido de que, ya hablando sólo del mundo de la literatura, la marginación es relativa a la geografía cultural, digámoslo así; de tal manera que un marginado francés (por ejemplo, Jean Gênet) se ha encontrado en el centro de otras muchas culturas, más o menos del Tercer Mundo (por ejemplo, España), mientras que, Dios mío, ¿cómo se llamará el escritor mejor establecido -menos marginado- en Uganda? Así, encontrarse marginado en una cultura dominante significa hallarse casi confortablemente instalado en el mundo, mientras que ser una especie de fenómeno en Madagascar no parece que conlleve una cierta irradiación planetaria. Los premios Nobel hacen una especie de remedo de atención a las culturas olvidadas y marginadas en un mundo cuyo desarrollo cultural se mide abso[utamente en términos imperiales.De todas las maneras es muy cierto que los escritores somos de lo que no hay en cuanto reclamantes muy voraces de atención pública para nuestros trabajillos; y en definitiva magnifilcamos nuestros sufrimientos, procedan éstos o no de nuestra vida como escritores. Garcilaso de la Vega nos valga como un ilustre recuer, do: "Mi vida no sé en qué se ha sostenido / si no es en haber sido yo guardado / para que sólo en mí fuese probado / cuánto corta una espada en un rendido".

Cuánto más sufridos son en otros oficios; sin más, se me viene ahora a la memoria toda la gran corte de padecimientos que acompañó a la vida de doña Catalina de Erauso, conocida con el. sobrenombre de la monja Alférez, la cual, incluso haciendo dejación de su sexo, resume su malísima situación en un momento determinado con palabras tan

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sencillas como éstas: "Hallábame", dice doña Catalina en plena moribundia, "desacomodado y muy remoto de favor". No se puede dar mayor austeridad en la expresión de las dificultades quela marginación social comporta.

Muchas veces leo a escritores que se lamentan de un modo más o menos astuto -igualito que yo lo estoy haciendo ahora-, y con irrefrenable agresividad, de la situación social en que se encuentran, y no siempre se trata, por cierto, de los que sufren mayores marginaciones. (En una obra de Enrique Jardiel Poncela, la acción es un suburbio. Un mendigo se acerca a una chabola y dice que lleva tres días sin comer. El habitante de la chabola se molesta: "¿Y por qué me viene usted a refregar su bienestar?", le dice el buen chabolista con amargo reproche.) En general, no somos ciertamente muy sensibles a los discretos encantos de la marginación, y en última instancia, cuando ya no nos queda más remedio, tratamos de ocupar un centro importante en cuanto, por lo menos, importantes marginados: casos notabilísimos... de marginación. "Yo me encuentro más marginado que nadie, mire usted". Lo peor sucede cuando llegamos a darnos cuenta de que ni siquiera somos ¡importantes como casos ilustres de marginación, pues, en verdad, siempre hay otro sabio recogiendo las hierbas que uno arrojó... Por ejemplo: ¿Qué porquería de marginado soy yo que publico este artículo nada menos que en EL PAIS? ¿A cuántos colegas estaré refregando ahora mi bienestar?

Hace poco me. lamentaba, en una entrevista para La Luna de Madrid, de la poca o ninguna atención que había suscitado en su día uno de mis libros, Crítica de la imaginación. El joven periodista aventuró la razonable opinión de que tal libro no mereciera grandes atenciones; y es curioso cómo se resiste uno a aceptar esa tan razonable posibilidad. Consideraré mucho más aguda la opinión de uno de sus lectores, que estimó que este libro será tan importante en la historia del pensamiento estético como lo fue la Critica de la razón pura, de Kant, con relación a la metafísica. Hasta tales extremos llega, en ocasiones, nuestra vanidad.

Tendría uno que considerar, por ejemplo, el hecho de que ninguno de sus libros figure en las grandes colecciones admirables -como la Austral o los Libros de Bolsillo de Alianza Editorial- como un signo inquietante con relación a la calidad del propio trabajo. Como lo es, sin duda, el de que ninguna de nuestras obras se haya dado en Televisión Española ni haya sido objeto de premio alguno, en una situación tan frondosa de premios y después de tantos años. (No es éste mi caso, desde luego, pues me cabe el honor de hallarme en posesión del que concedía una revista excelente, aunque, en verdad, no muy conocida: Reseña.) El año pasado se publicó en Murcia una lista de los autores de teatro actuales de interés cultural. Hela aquí: Buero Vallejo, Pedrolo, Bellido, Elizondo, Olmo, Vidal Alcover, Recuerda, Ruibal, Rodríguez Méndez, Riaza, Gil Novales, Castro, Muñiz, Armiñán, Cortezón, Guevara, A. Ruiz, H. Sairíz, Rodríguez Buded, M. Ballesteros, Alfonso Paso, Nieva, P. Casaux, Romero Esteo, F. Macías, Arias Velasco, Miras, P. Dann, Gala, D. Salvador, J. Campos, Matilla, M.. Mediero, J. Romero, Teixidor, Sutton, G. Pintado, Quiles, Miralles, Benet i Jornet, L. Mozo, Alonso de Santos, Rellán, Ubillos, Amat, Celdrán, M. Pacheco, A. Vallejo, Justafré y Piriz Carbonell. ¡Dios mío!, exclama uno con cierta melancolía, considerlíndose por un momento como una especie de pequeño rey godo que no figurara en la lista de los reyes godos. Acudo ahora, con no poca inquietud, a informarme sobre mi existencia a un lugar que no miente. Se trata de unaexcélente revista del teatro: El Público. En su número de junio encuentro una información casi total sobre lo que las compañías y los grupos españoles representan actualmente en todos y cada uno de los territorios del Estado español. Veo que se hace, efectivamente, mucho teatro, pues en esta revista vienen reseñadas no menos de 500 organizaciones teatrales: cada una tiene uno, dos o tres espectáculos en cartel, y confirmo la falta de interés cultural de mi producción, pues ni siquiera hay un grupillo despistado a quien se le haya ocurrido, poner una obra del autor de este artículo.

Cuando vi aquella lista murciana de los cincuenta principales tuve una mala reacción -muy propia, desde luego, de nuestro oficio, como creo que va quedando claro- y escribí una cosa, llena de cruel sarcasmo, que envié... a una revista naturalmente marginal, que, por cierto, en aquellos momentos desaparecía con arreglo a su cantado destino. Ahora, ante esta información que garantiza mi real inexistencia -confirmada también en la reunión de escritores de teatro que se hizo en junio, bajo los auspicios de los organismos del Ministerio de Cultura que dirigen mis queridos amigos Moisés Pérez Coterillo y Guillermo Heras, en Madrid-, resulta que en lugar de hacerme una seria reflexión sobre la inanidad de mis escrituras, me abandono a la maligna tentación de sentirme extremadamente marginado. ¡Qué le vamos a hacer!. Los escritores somos así, mal que nos pese.

Pero también existe quizá el problema de que la referida inanidad de nuestras escrituras aumente en función de la falta de retroalimentación de nuestro trabajo. Así parece, al menos en lo que se refiere a la actividad teatral; aunque la cosa no esté, en verdad, demasiado clara, a la vista de grandes escritores teatrales que escribieron sus obras prácticamente al margen de la práctica. Precisamente no hace mucho tiempo que un amigo, durante el Festival de Teatro de Valladolid (al que fui invitado), me decía algo que me hizo pensar enormemente: que lo más probable es que nosotros debamos la existencia de los esperpentos de Valle Inclán -esa magna obra de la literatura dramática europea- al hecho de que el escritor fuera ignorado o rechazado por el teatro de su tiempo. De otra manera, se puede pensar que habría ajustrado su escritura a los presupuestos del teatro español de su tiempo, y entonces tan luminosa creación no se habría producido. Esta idea da mucho que pensar; y yo mismo pienso que lo peor entre lo que he escrito para el teatro se produjo en momentos en que yo gocé -es un decir- de cierta aceptación institucional, lo que ocurrió, como todos los estudiosos de mi obra saben, durante el franquismo.

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