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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La conciencia del intelectual

ALGUNOS INTELECTUALES muertos en este verano especialmente segador (el último, Truman Capote) han tenido unas necrologías muy coincidentes en el sentido de que se les ha considerado sobre todo como representaciones de la conciencia de su tiempo y de su ámbito, más allá de lo que la ley del obituario manda de que hay que considerar bueno a todo muerto. Parece que es una función que quedó adherida a la palabra intelectual desde su arranque, pero que hoy tiende a desvanecerse. El término intelectual adquirió el valor que le conocemos en 1898, cuando se utilizó para encabezar un escrito de conciencia en defensa de Dreyfus en París: el Manifiesto de los intelectuales. Toda la serie de acontecimientos posteriores -dos guerras, el debate del racismo y de la colonización, el desprestigio de las revoluciones, la caída moral, del comunismo, las altas dudas sobre la capacidad de las democracias para llevar la libertad más allá de sus fronteras nacionales, la larga guerra fría, los nacionalismos fragmentarios, la presión del rearme, el reverdecimiento ecológico de la noción de naturaleza ha ido presionando sobre el grupo intelectual de Occidente -destruido casi el del Este, pero dispuesto siempre a saltar al primer resquicio de libertad- en un sentido más disgregador -una cierta pérdida de las generalizaciones o de los valores colectivos que afectan a todos-, pero que no han hecho abdicar a cada uno de los intelectuales de su voz dentro de la sociedad que le ha correspondido. Mas allá de los partidos, las iglesias y hasta los movimientos literarios de la moda. Así se pueden sumar al fabiano Priestley o al libertario Truman Capote; por eso, y por la formalidad de su trabajo, la perfección de su oficio artístico, la calidad de su oficio.En estos últimos años hay, sin embargo, un movimiento aparentemente distinto al de estas generaciones anteriores, contrario al apotegma de Sartre según el cual "hay que comprometerse" ('"il faut s' engager") en el sentido en el que él mismo lo utilizaba en la época en que escribía Las manos sucias: en el de la renuncia a la conciencia individual e incluso a la repugnancia por ciertas acciones colectivas contradictorias con su ideología, en aras de un beneficio superior (más tarde, él mismo recuperó su libertarismo individual). La conciencia intelectual de hoy se caracteriza por la desbandada, precisamente por el descompromiso. Si antes las grandes campanadas eran las de los intelectuales que se adherían a partidos, movimientos o Estados, hoy son las de los que abandonan esas formaciones para recuperar su identidad. Es un movimiento de salida que forma parte de una gran desesperanza colectiva, pero que no es en sí negativo. La reacción inmediata de los que se van suele centrarse en dos extremos: la del renegado que maldice y denuncia aquello que constituyó durante años el centro de su vida, o la del silencioso que, por no tomar la figura de Judas, se calla y se aparta. Las dos son malas, en el sentido de que o su voz se convierte en apasionada -en lugar de investigadora de la verdad- o se niega a sí misma. Son posiciones transitorias. La preocupación por la construcción de su propia conciencia, por la facultad del libre examen, por el análisis y descripción de su propia verdad -ya sabiendo que es precaria, que es relativa, que las verdades no resisten demasiado tiempo en un mundo cambiante- puede ser su mejor aportación.

El otro riesgo es el del refugio en su oficio y la posibilidad de sucumbir a los nuevos mecanismos que se le tienden: es decir, a los halagos, sueldos o tribunas que se le ofrezcan. Hay una aparente neutralización en la política cultural en todos los Estados, que coincide con el acaparamiento de los nuevos medios técnicos de difusión de la cultura y el arte que pueden producir algunos equívocos. El intelectual que pueda creer que el oficio artístico, o la facultad o el don que posea, es válido por sí mismo y puede representarle por encima de todo llegará a ser proclive a esta sinuosa y fina caída que, al mismo tiempo, presenta unas características artificiales de renacimiento de la cultura y de facilidad a la expansión y difusión de las ideas, cuando en el fondo las está limitando. El combate libre de las ideas -incruento, lejos de las violencias de toda índole- puede perderse muchas veces en los intentos de simbiosis; y los prestigios índividuales de los intelectuales terminar sirviendo, a prestigios políticos, al pequeño currículo ascensional de cualquier funcionario que reparta subvenciones, organice congresos o multiplique las universidades de verano -por citar un cierto abuso actual-, convertidas en actividades ya de diversos partidos, con o sin el poder.

Algunos de los intelectuales que se han ido en estos meses dejan vivo este ejemplo: el de la perfección en su oficio y en su trabajo para explicar su propia conciencia y para describir, con arreglo a su código personal, defectos y virtudes de sus sociedades correspondientes. No puede decirse, aunque la tensión social siga siendo ingrata, que no hayan servido de nada. No hay ninguna contradicción entre arte y conciencia cuando la conciencia es la del artista y sabe mantenerse dentro de ella y ser capaz de denunciarse a sí mismo -sin acudir a imposturas- sus pequeños arreglos para adaptarse a la facilidad. El silencio puede ser muchas veces muestra de buena educación e incluso de probidad intelectual, pero no ayuda. La noción de compromiso no ha caducado: prevalece el compromiso consigo mismo y con la sociedad en torno.

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