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Tribuna:Juegos de la 23ª Olimpiada de la era moderna
Tribuna
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Un ruedo mexicano

Juan Antonio Samaranch, presidente del COI, escogió la prueba de los 20 kilómetros marcha para entregar la primera medalla de atletismo. Tenía la esperanza de colgarle una a su paisano José Marín y se tuvo que conformar con platicar con Ernesto Canto y Raúl González, los dos mexicanos que ganaron de corrido la caminata. El estadio olímpico vivió la primera explosión de contento sin necesidad de que ganara un estadounidense. Canto y González devolvieron sombreros charros a los graderíos como Gaona y Silveti. Canto y González festejaron durante un cuarto de hora, entre los gritos de sus compatriotas, la hazaña del día. En Broadway y Pico Bulevar se acabaron ayer los tacos, las enchiladas y el tequila.Los mexicanos vivieron la gloria de la medalla, que es lo único que les corresponde cuando no son descalificados por correr en lugar de caminar. Una medalla debe suponer una satisfacción de tal calibre que el propio Muhamad Ali ha confesado que está arrepentido por haber lanzado al río de su pueblo la que ganó en Roma. A Cassius le recibieron como a un héroe en Louisville, su ciudad natal, pero a los pocos días se volvió a percatar de que era negro, porque no le dejaron entrar en un restaurante al que sólo tenían acceso los blancos. Esta vez, a los jueces, que también son una especie de gerontocracia distinguida, no les dio por mirar si levantaban los dos pies a la vez. Pero los jueces del atletismo son unos personajes odiosos para los atletas. Van tocados con sombreritos de paja estilo Novio a la vista, de Berlanga, es decir, años veinte. Se sitúan al borde de todos los recorridos para castigar al heterodoxo, y en el estadio ni siquiera conceden 50 metros de frenada retardada a quienes sobrepasan la meta. Les salen al paso en formación y les obligan a retirarse rápidamente. Los árbitros tienen alma de pastores. Además de intentar dirigir a los atletas por el buen camino, su calle, anatematizan al primero que pretende dejar en suspenso la ley.

Con la llegada del atletismo se ha vuelto a demostrar que con la solidaridad olímpica o el universalismo lo único que se consigue es humillar a los deportistas del Tercer Mundo. Cada año aparecen en la pista hombres incapaces de seguir el ritmo que merece una competición olímpica. Son los atletas a que tiene derecho de inscripción cada país. En las carreras de gran esfuerzo suelen aparecer los Abebe Bikila, aunque corriera descalzo, los Wolde y los Yifter, pero salvadas las excepciones de los fondistas de Kenla y Etiopía y el excepcional Aki Bua, de Uganda, los países asiáticos y africanos no vienen a los Juegos más que a sufrir golpes en el boxeo y a ser doblados por sus competidores en el estadio.

Los Juegos tienen un componente de espectáculo, y de espectáculo caro, y quien pasa por taquilla tiene derecho a que lo que se le ofrece tenga un mínimo de calidad. La tesis de que también se acude para aprender está trasnochada. Claro que en España se dijo hace tiempo que habíamos superado esa fase y que solamente se podía participar con la dignidad que requiere el nombre del país y seguimos produciendo numeritos de impotencia.

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