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Mirar un cuadro

Cierto estado de ánimo me ha llevado a contemplar de nuevo uno de los cuadros que más admiro: de la pareja de visiones velazqueñas de la Villa Médicis, ésa en que dos varones anónimos dialogan ante un muro porticado, como en reparación, sobre el cual, y por encima de la balaustrada que lo corona, se eleva hacia el azul del cielo la verde esbeltez de una fila de cipreses. Buena ocasión para advertir cómo en este cuadro se actualiza mi idea de lo que es -de lo que puede ser- la contemplación atenta de un lienzo pintado.Acotado en el espacio por el marco, el cuadro es, en primer término, una ventana abierta a lo que el pintor ha querido poner en él. Dicho lo cual, ¿cómo no recordar la Meditación del marco, de Ortega? "Tiene el marco algo de ventana, como la ventana mucho de marco. Los lienzos pintados son agujeros de idealidad, boquetes de inverosimilitud perforados en la muda realidad de las paredes". Sutil sentencia. Mas para entender de veras lo que la ventana de un cuadro nos muestra, ¿no habrá que matizar con cierto rigor lo que la idealidad y la inverosimilitud debeín significar ahora?

A mi modo de ver, la ventana que es el cuadro en su marco nos hace descubrir un hecho básico, la liberadora transmutación de un trozo de pared en no-pared, la parcial conversión del muro opresor en mundo abierto, y a la vez nos ofrece uno de los varios modos de la transfiguración de la realidad que la pintura puede conseguir: la recreación de lo visible (Goya recrea, da realidad nueva a la condesa de Chinchón que sus ojos vieron), la imaginación de lo invisible (en el muro frontal de la Capilla Sixtina, Miguel Ángel imagina la figura transmundana de los cuerpos resucitados) y la invención de lo simbólico (en El jardín de las delicias el Bosco inventa símbolos visibles de realidades existentes allende el cuadro). Y sépalo o no, quiéralo o no, el pintor -el gran pintor- hace todo eso conjugando de varia manera la limitadora concreción de la cosa por él representada (un árbol, una roca, una vasija, un rostro humano) y la radical insondabilidad que todo lo real tiene para el hombre, cuando éste quiere vivir traspasando mentalmente la superficie de las cosas. Je ne vois qu'infini par toutes les fenêtres, dijo Baudelaire. "La patentización de una cosa real en las notas que la constituyen nos la muestra como algo insondable", ha escrito Zubiri. Así son y así se nos muestran los nenúfares de Monet. Así, las manzanas de Cézanne. Así, ahora ante nuestros ojos, los objetos que este paisaje de Velázquez me ofrece.

Muro en reparación, hombres dialogantes y contemplativos, pórtico hacia no se sabe dónde, balaustrada interrumpida por los blancos pliegues de un lienzo enigmático, árboles esbeltos que dejan ver gajos de cielo; cosas todas cuya visible e inacabada concreción revela un fondo insondable, y delicada y penetrantemente da pictórica realidad al espacio y al tiempo.

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Las cosas de Zurbarán -o las de Mantegna- existen en el espacio; las cosas de Velázquez -o las de Turner- son espaciosas. El espacio es en aquéllas perspectiva, distancia, proporción; en definitiva, vacío recipiente de su concreta, bien recortada figura material. En estas otras, en cambio, el espacio es espaciosidad real, positiva e irradiante propiedad de las cosas mismas; hecho que se nos revela de manera especialmente notoria cuando las cosas que el pintor lleva al lienzo son, como tantas veces en Velázquez, el aire y la luz. Lo cual hace que el cuadro-ventana sugiera en nosotros la insondabilidad del mundo visible -el infini que por todas las ventanas veía Baudelaire- no ahondando en la representación de un lejano y misterioso horizonte, como sucede en los de Patinir y en otros lienzos del propio Velázquez, sino presentándonos de modo nuevo la patente realidad de la cosa pintada. Modo, por añadidura, suave, no violento, elegantemente melancólico. Ante la infinitud de lo real, más precisamente, ante la experiencia de "no comprenderla y, sin embargo, verla", Alfredo de Muset sentía que su razón se espantaba. Qué lejos de todo espanto la serena aceptación con que la percibe Velázquez y nos invita a percibirla nosotros, en esta visión suya de la Villa Médicis.

Las cosas de Zurbarán -o las de Mantegna- no tienen otro tiempo que el puro presente, tratan de negar el inexorable fluir de su existencia material. Las cosas de Velázquez -o las de Monet- son en sí mismas fluentes, tempóreas. Unas veces porque el artista pinta en ellas el movimiento que las anima; así, en esa prodigiosa rueda girante de Las

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hilanderas. Otras, como en este paisaje acontece, porque el pintor, ahora mediante la totalidad del cuadro, acierta a distender en un presente, un pasado y un futuro la apariencia de las cosas representadas. Presente, puro presente es lo que están viendo los dos hombres que ante el muro porticado dialogan y contemplan. Pasado evocable, el estado de ruina en reparación -la punzante melancolía que exhala la decadencia de todo lo que un día fue reciente y hermoso- en que ese presente del muro consiste. Futuro posible, futuro esperable, la restaurada y flagrante belleza que ese muro y ese pórtico van a recobrar. La realidad pintada en este cuadro no está en el tiempo, es tempórea.

Así ha recreado lo visible el prodigioso cuadro-ventana que Velázquez abrió hacia la Villa Médicis de entonces. Ahora bien: además de ser ventana, todo lienzo enmarcado es espejo, superficie en la cual vemos lo que estamos siendo, lo que quisiéramos ser y no somos y lo que somos y no quisiéramos ser. De modo muy claro y eminente acontece esto cuando lo que el cuadro representa es una figura humana, un retrato. Todo retrato bien pintado -no la caricatura, no el chafarrinón voluntario o involuntario- nos hace ver a otro hombre como otro yo, como actor y titular de una vida que podría ser nuestra y como otro que yo, como puro otro. "Otros yos" son para nosotros, cuando los contemplamos, los varones que pintaron Antonello de Messina y Piero della Francesca, Holbein y Durero, Tiziano y Velázquez, Reynolds y Goya. Hombres que muchos de sus contempladores quisieran ser, el Ambrosio Spínola de Las lanzas y el goyesco Jovellanos. Otros que yo, distantes otros, aquellos en que la frialdad y la dureza se hacen muy patentes, como el velázqueño Inocencio X.

Pero no sólo los retratos pintados son espejos, también lo son los paisajes. No reflejan éstos, desde luego, la figura que como hombres tenemos o quisiéramos tener; sí el estado de ánimo con que estamos mirando el fragmento de naturaleza que el cuadro nos presenta. "Arco de violín que hace vibrar su espíritu" es para el contemplador todo paisaje, dice una hermosa fórmula de Stendhal, y según esa actitud anímica sintieron el de España Unamuno -con expresa referencia al insigne precedente de Virgilio, máximo adelantado en la visión del paisaje como un estado de ánimo- y Azorín.

En el paisaje real sentimos proyectarse un hábito o una vicisitud sentimental de nuestra. alma, y esto es lo que ante él nos incita a convertir la mirada en contemplación. En el paisaje pintado percibimos a un tiempo el estado de ánimo con que el pintor contempló la realidad que ante sí tenía y -heridas las cuerdas de nuestra alma por el arco de violín que ahora es el cuadro- vemos reflejarse con callada elocuencia lo que anímicamente entonces estamos siendo, o acaso lo que entonces podríamos y querríamos ser. Esto ha sido siempre para mí, y también ahora, la morosa contemplación de la encantadora estampa de la Villa Médicis que Velázquez quiso regalarnos. Mas para decir con cierta precisión cómo lo ha sido, debo añadir a las dos dimensiones estéticas del cuadro hasta ahora consideradas -el cuadro como ventana, el cuadro como espejo- la que completa nuestra secreta experiencia de él: el cuadro como fuente de estímulos vitales.

Tres son los momentos que integran el contenido de un cuadro: el tema, el color y la forma. No puedo exponer aquí cómo la pintura contemporánea -conservando el tema unas veces, excluyéndolo del cuadro otras; ése es el designio de la llamada pintura abstracta- ha descubierto experimentalmente la entidad pictórica propia del color, desde el fauvismo, y de la forma, desde el cubismo. Debo limitarme a señalar que el color siempre actúa en el cuadro como estímulo emocional, no sólo como ingrediente más o menos decorativo, y que la forma puede actuar como expresión directa o simbólica, por tanto, como estímulo más intelectual que emotivo.

Recordemos ahora, desde ambos puntos de vista, la experiencia de mirar esta recreación velazqueña de la Villa Médicis: los suaves sienas y tenues grises del muro porticado; los oscuros y reposados verdes de los cipreses y los setos; el también suave y tenue, como declinante, azul del cielo; la tranquila armonía de ese arco de medio punto que da forma al pórtico; la horizontal quietud de la balaustrada; la contenida elegancia ascendente de los cipreses, nunca funerales en Italia. Unánimemente, colores y formas nos envían un mensaje estético y sentimental en el que se funden la belleza, la serenidad y una delicada melancolía por completo exenta de amargura; esa "noble melancolía de dioses desterrados" que Dionisio Ridruejo veía en los hombres, cuando a una sienten en sí mismos su dignidad, su posibilidad y su limitación como tales hombres. Así es fuente de estímulos elementales y espejo de almas el paisaje que ahora nos hace ver Velázquez.

Cierto estado de ánimo me movió a mirarlo de nuevo, y la experiencia de dialogar con él me ha dado lo que yo buscaba. Velázquez, para mí, ha sido esta vez psicoterapeuta. Lléguele mi agradecimiento.

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