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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Las Fuerzas Armadas y la democracia

LA ROTACIÓN del Día de las Fuerzas Armadas entre las diferentes Regiones Militares fue una iniciativa del teniente general Gutiérrez Mellado, cuya figura de valiente soldado, estadista responsable y hombre de honor se agiganta -aun sin necesidad del vídeo del 23-F- con el transcurso del tiempo. Queda abierta, sin embargo, la interrogante acerca de la institucionalización permanente de ese desplazamiento anual de la conmemoración, una vez que ha quedado cubierto el objetivo inicial de despojar a la capital del Estado del monopolio del solemne desfile. A la vez, parece también oportuno subrayar que la celebración del Día de las Fuerzas Armadas sucedió, sin aparente solución de continuidad, pero con un decisivo cambio de denominación, a la parada anual que, con el nombre de Desfile de la Victoria, recordaba tanto la finalización de nuestra dolorosa guerra civil como el triunfo de uno de los dos bandos y la rendición incondicional de sus adversarios. La Constitución española reserva a las fuerzas armadas un privilegiado lugar, en su título preliminar, a diferencia del tratamiento dado por las leyes funda mentales de otras naciones democráticas. La garantía de la soberanía e independencia de España y la defensa de su integridad territorial y del ordenamiento constitucional son las misiones que el artículo 8 de nuestra norma básica asigna a los tres Ejércitos, sin que las torpes tentativas de apoyar la estrafalaria doctrina de la autonomía militar puedan encontrar el más mínimo respaldo en nuestra ley de leyes. La historia contemporánea de nuestro país muestra, por lo demás, el decisivo papel desempeñado por el mundo castrense en el funcionamiento real de las instituciones, mas allá de la letra de las normas y del diseño teórico de la distribución de competencias en el seno del aparato estatal. A lo largo del siglo XIX, el cambio político, de uno u otro signo, estuvo asociado al fragor de las batallas y los golpes de Estado y -a los nombres de los soldados -Riego, Espartero, Narváez, O'Donnell, Prim o Martínez Campos- que los protagonizaron. Durante la Restauración, la influencia del estamento militar sobre las decisiones políticas fue una sorda constante de nuestra vida pública. La ruptura de la legalidad constitucional con el pronunciamiento del general Primo de Rivera y los breves años de dictadura no hicieron sino llevar hasta sus últimas consecuencias la lógica desestabilizadora de un poder parlamentario insuficientemente respaldado por la sociedad civil. El corto experimento de la II República fue abruptamente interrumpido por una sublevación militar, por la que habían apostado, casi desde el 14 de abril de 1931, los políticos reaccionarios dedicados a conspirar contra el nuevo sistema constitucional. El régimen nacido de la guerra civil, sobre cuya naturaleza siguen discutiendo los profesores de ciencia política, nunca perdió por entero los rasgos definitorios de sus comienzos, y trató siempre de identificar, ante las fuerzas armadas, la ideología justificadora del sistema con los valores y los principios del universo castrense.

Quizá por vez primera en la historia de la España contemporánea se vislumbran serias y razonables posibilidades de que el sistema democrático de gobierno, al estilo del que rige en las grandes naciones civilizadas del mundo desarrollado, se consolide de forma irreversible y sin esas peculiaridades que instalarían en su interior las semillas de su destrucción. El fracaso del anacrónico y esperpéntico golpe de Estado organizado por el entonces capitán general de III Región Militar y un teniente coronel de la Guardia Civil demostró, hace tres años, que es muy difícil, por no decir imposible, que las aguas de la historia cambien de curso. La inercia de la ideología y la eventualidad de crisis institucionales inesperadas impiden, sin embargo, despejar por entero inquietudes o recelos. Pero tienen mucho mayor peso los factores en pro de la estabilidad y la modernidad de la Monarquía parlamentaria, entre otros, la disciplina y la profesionalidad mostradas por sectores mayoritarios de las fuerzas armadas en los últimos ocho años, que las potencialidades involucionistas. La reforma militar emprendida por el Gobierno socialista ha hecho suyos los criterios de prudencia gradualista del centrismo y continúa, con los inevitables riesgos que implica siempre elegir ante difíciles dilemas, el camino trazado por sus predecesores.

Tal vez la lección más importante del período transcurrido sea precisamente que los políticos, tanto de la derecha democrática como de la izquierda democrática, han sido fieles a los principios básicos de un sistema democrático legitimado por la soberanía popular y han renunciado a jugar con la tentación de instrumentalizar a las fuerzas armadas al servicio de sus propósitos. Contradiciendo las irresponsables insidias del actual vicepresidente del Gobierno, Adolfo Suárez no sólo no se subió a la grupa del caballo de Pavía, sino que hizo valerosamente frente a los asaltantes del palacio del Congreso cuando el golpe de Estado se hizo realidad. Nada hay en la tradición socialista que haga sospechar la renuncia a los fueros del poder civil por duras que sean las amenazas al orden público en el País Vasco o en el resto de España y por serios que pudieran ser los desafíos desestabilizadores. Y parece evidente que los golpes militares rara vez se producen de forma autónoma, esto es, sin la dirección, el apoyo y la complicidad de fuerzas políticas instaladas estratégicamente dentro del Estado, con buena implantanción en el cuerpo social, administradoras de importantes recursos y con significativas conexiones internacionales.

Por lo demás, la existencia del Día de las Fuerzas Armadas invita a reflexionar, como contraste, sobre la ausencia de una fecha que, al igual que ocurre en otras naciones, fuera festejada por todos los españoles como el símbolo de la identidad común y de las libertades conquistadas. En nuestro país abundan las conmemoraciones dedicadas a instituciones sectoriales o territoriales, sea el Día de las Fuerzas Armadas o sea ese Dos de Mayo que se propone fomentar el patriotismo regional de los madrileños, y falta, en cambio, la fecha que pudiera concentrar y resumir lo que une, por encima de las diferencias profesionales y las lealtades autonómicas, a los ciudadanos que conciben a la España del futuro como una prolongación perfeccionada del ámbito de convivencia en paz y democracia que la Monarquía parlamentaria ha hecho posible.

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