De la tozudez como virtud
Una de las cosas que menos encuentra uno ahora en el plano de las pompas y obras del espíritu es compañía. Hay talentos notables, por supuesto, pensadores con agudos vislumbres, escritores de mérito, incluso gentes cuyos escritos transpiran cierta impresión de decencia. No faltan eruditos y sobran agoreros, diagnosticadores, semiprofetas; muchos son capaces de aportar da tos significativos, aunque ni ellos ni mucho menos nosotros logremos tener definitivamente claro qué es lo que significan. ¿Me atreveré a confesar que cada vez me aburren más los mejores de mis colegas? Y a los que no me hastían les reprocho lo que -quizá no menos injustamente- madame Du Deffand objetaba contra Rousseau: que me deslumbran sin iluminarme. Quien me divierte no me ilustra; quien me informa no me ayuda a razonar; quien me conmueve contribuye a adormecerme; quien me arenga me embrutece o me rebela. Abundan por doquier los pedantes, en el sentido que Sartre le daba al término: los que se pasan la vida preparando y puliendo sus armas, sofisticando su instrumental, definiendo las tareas que piensan acometer, acumulando perspectivas terminológicas más y más sutiles, pero sin decidirse jamás a decir nada sobre algo. Entre tanto, critican con acerbo sarcasmo el apresuramiento en pronunciarse de los menos aplazadores o más ingenuos. Pero sobre todo faltan tipos con los que identificarse, modelos de la tarea de reflexionar y de intervenir en la vida, gente a la que no sólo se admire o de la que se aprenda, sino como la que uno quisiera ser: con todos mis respetos, jamás he deseado ser Kant o Hegel, pero me hubiera encantado ser Alejandro Herzen; no me tentaría meterme en la piel de Husserl, pero sí calzar me los zapatos de Brertrand Russell. ¿Y hoy? Salvo algunos casos aislados y exquisitos -Leonardo Sciascia, Hans Magnus Enzesberger-, cuya opinión quisiera uno conocer ante cada perplejidad de lo que nos acosa, escasean amigos y compañeros en lo intelectual, mientras sobran gurúes, rivales y discípulos.No sé sí en todas partes el papel del intelectual será más o menos como aquí, en España, pero me temo que sí. En líneas generales, se diría que hemos pasado del papel de estraza al papel couché y que todos tenemos la sensación de haber salido perdiendo con el cambio. Aunque quizá más que del papel del intelectual habría que hablar del reparto de papeles. Los viejos pedantosaurios que repiten por enesima vez su plácida lección intrascendente en la página de honor de los diarios serios, los combatientes de primera línea que fueron jóvenes feroces y ahora ya no se resignan a no parecerlo (ni jóvenes ni feroces), los que esperan con avidez la caída de un ídolo para proponerse generosamente al público como una visión expurgada y mejorada del depuesto, los jóvenes que a nadie respetan salvo a quien controla la sección literaria del periódico influyente, los preocupados por el universo, los bromistas, los que traen noticias del extranjero... Somos una fauna ridícula pero amable, aunque no sé si -como a cualquiera en este país- me ciega el gremialismo. Pero no vayan a creer que ustedes, los lectores, son mejores que nosotros. Nada daña a un escritor tanto como sus partidarios: deberíamos escribir siempre contra ellos. Son como fotógrafos en día de campo, y se pasan la vida diciéndole a uno: "Más a la izquierda, más a la izquierda ... ahora un poquito a la derecha ... no tanto... ¡ahí, quieto!" Y si te mueves no te lo perdonan, porque les estropeas la instantánea eterna que quieren de ti y en la que te pareces a una que hace tiempo se hicieron a tu lado, cuando eran pequeños, y que guardan como un recuerdo de familia.
Veamos el terreno cívico; por ejemplo, el intelectual en la ciudad. A algunos sigue pareciéndonos importante. Tenemos, por supuesto, a los irreductibles de Némesis, para quienes casi nada ha cambiado y que siguen creyendo en la revolución leninista como en la Virgen de Lourdes (a veces también en la Virgen de Lourdes) o los tercermundistas in pectore que se masturban con melodramática exaltación pensando en guerrilleros de diverso color, pelaje y boina. Son minoría, desde luego. Los más ya dijeron adiós a todo eso y han pasado, sin variar de ceño, de la rutina izquierdista a la manía de la derecha: los fascistas fueron los mejores escritores, lo malo de Fraga es que no cree suficientemente en la libre competencia de mercado, el antimilitarismo es totalitario, etcétera. Ahora podríamos releer las palabras que Thomas Mann escribió en 1930: "Y así, la buena voluntad social, el participar en la búsqueda, por parte de nuestra época, de formas nuevas y más sanas de economía, se convierte en anticuado materialismo marxista; el apoyar reclamaciones humanitarias, el simpatizar con el anhelo mundial de unidad espiritual, de síntesis política, de comunidad de los pueblos, pasa a ser internacionalismo superficial y lucubración pacifista. Y contra todos esos cachivaches ideológicos pasados de moda se yergue, con juvenil lozanía revolucionaria, el principio dinámico, la naturaleza liberada del espíritu, el alma de la raza, el odio, la guerra". Sustituyamos los últimos ítems por la necesidad de la fuerza en un mundo de fuerza, el retorno a los deleites de la intimidad apasionada, el neonacionalismo razonablemente conservador, el rechazo de lo ideológico como única ideología propia de un tiempo de crisis, y el párrafo anterior cobrará plena vigencia. Quedan bueyes sueltos que no aciertan a lamerse bien, algunos se convierten en intelectuales de escolta y algún portavoz gubernamental les regaña de cuando en cuando por poner demasiadas reservas a lo que debía ser incondicional adhesión. Florece una teratología de urgencia, como ese sujeto que predica contra la supuestamente imperante "jerga de la desesperanza" y, con lúgubre alacridad de recién desenterrado, recomienda un amor a la vida y al cuerpo cuya simple existencia personal sobre la faz de la tierra pone en serio entredicho. Pero a él no le falta esperanza, aunque quizá no sea de la mejor clase: en las brumas de su venenosa memez, una vocecita sigue clamando: "¡Tú subirás, tú subirás!" Mientras, los demás, posmodernos o prehistóricos, hablan del tiempo y silban: terminaremos por cogerles simpatía.
Sin embargo, Dios aprieta, pero no ahoga (apotegma que Félix de Azúa probaba en una de sus novelas recordando que na die puede vomitar y desmayarse al mismo tiempo). Surgen a ve ces libros que representan -para algunos de nosotros, claro está- esa compañía que dábamos por perdida. Así, por ejemplo, Migajas políticas, de Hans Magnus Enzensberger, obra tan excelente que corre el riesgo de pasar inadvertida. Pro pone Enzensberger, en uno de los ensayos de su libro, un bonito juego de sociedad, para el cual no hacen falta otros instrumentos que lápiz, papel y una cierta dosis de: sinceridad. Puede jugar se entre diversas personas, de signo preferentemente radical en lo político, ex varias cosas, inconformes con la basura de nuestro presente y el guirigay sin alma en que vivimos. El momento más adecuado para iniciar el juego es después de un telediario bien surtido de arbitrariedades policiales, malversaciones económicas e inconsecuencias de nuestros amados gobernantes. Se proporciona entonces a los participantes una lista de los ciento sesenta y pico países actualmente homologados en el mundo y se les pide que los clasifiquen según su habitabilidad. "No se trata aquí de deseos de viajes o de estancias con fines de visita o estiadio. Consiste en un viaje para siempre: el billete de vuelta queda descartado". Si la gente es medianamente sincera (en caso contrario, se acabó el juego), los primeros puestos de la clasificación los ocuparán al gunos países escandinavos, Francia, Reino Unido, Italia... y desde luego España. Quizá alguien encabece su lista con Mongolia Exterior, pero ni ustedes ni yo vamos a perder el tiempo con mongólicos de ese género. ¿Han olvidado los jugadores sus justi ficadas críticas al sistema capita lista y depredador en que viven? Todo lo contrario: han advertido que esas críticas forman parte esencial de su superioridad: "La fuerza vital de Occidente se basa, en último término, en lo negativo del pensamiento europeo, en su eterna insatisfacción, en su ávido desasosiego, en sus defectos. La duda, la autocrítica y hasta el odio a sí mismo son su fuerza productiva más importante".
¿No hay una radical inconsecuencia -"odi et amo", dijo Catulo- en el comportamiento de estos críticos satisfechos a regañadientes? Pero ¿por qué habría que ser a toda costa y ante todo consecuentes? Los resultados de la plena consecuencia no pueden ser peores: "El capitalismo consecuente da lugar a dictaduras fascistas. La lucha política consecuente por todos los medios conduce al terrorismo, la igual que la defensa consecuente de la seguridad estatal. La ecología consecuente... desemboca en la agricultura paleolítica. El comunismo consecuente lleva al campo (de concentración) socialista. El crecimiento económico sin claudicaciones desemboca en la destrucción de la biosfera". Etcétera. Así, pues, ¡viva la inconsecuencia! Frente a ella, en cambio, Enzensberger propone la tozudez. No se trata de una cuestión de principios, sino de actitud. El tozudo sabe lo que quiere, y no necesita justificarlo ni hacer labor misionera entre los vecinos; sabe lo que quiere y lo persigue a través de los dogmas, los partidos, las modas y las actitudes cambiantes. No pone ninguna estructura -política o mental- por encima de lo que quiere. Hay una inconsecuencia estéril, a mi juicio: la de quienes, como Philip Sollers, van del maoísmo a la apología de Reagan, o a la religión o a la apostasía, pero dando en todo momento una impresión de perfecta y superflua insensatez.
Y hay una sana inconsecuencia, tozuda, que cambia precisamente porque insiste, como la de Hans Magnus Enzensberger. Y así puede hablar en su libro de la nueva derecha cibernética y del socialismo real como estadio superior del subdesarrollo, de los secretos de la economía y las falacias de la educación... ¡Qué alivio, leer a alguien que, con muchísimo sentido del humor, desde luego, sigue más fiel a Adorno que a Lyotard o Baudrillard! Ese tipo de tozudez es la que hace falta, créanme. Yo, cuando sea mayor, quiero ser Magnus.
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