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Recuperacion de la utopía

La utopía, ese no hay tal lugar feliz que el hombre busca desde que es hombre, vuelve a estar de moda. Intelectuales europeos, presas de repentino furor utopino, se reúnen en Venecia para, tras dictaminar que esto se hunde en los pestilentes canales de la desesperanza de un mundo mejor y más comunitario que el del Mercado Común de los manteles, proponer que se reencienda la antorcha utópica. Porque no se trata de que, como el dantesco Branca D'Oria, la gente europea sólo se dedique a comer, beber, dormir e ir vestida mientras su alma se pudre lentamente en los helados infiernos de la vaciedad y el tedio. Intelectuales del Estado español (sic), a su vez, se reúnen en Gerona, en Valencia, en Madrid, en Salamanca, a preguntar a las olas y a las piedras si han visto a nuestra identidad pasar y si se puede o no trazar un trayecto de vida en común y llamarlo España. En este mismo periódico se ha escrito últimamente sobre el despertar de los utópicos, y Pepín Vidal nos ha recordado el deber de utopía.Se vuelve a buscar, pues, como en todo tiempo de crisis de valores o defraudación de expectativas, ese mejor de los mundos imposibles donde el hombre sea Dios, más que lobo, para el hombre. Una búsqueda abandonada tras el derrumbamiento de modelos socialistas y el fracaso de experiencias comunales hacia el final de los años sesenta, cuando todavía se escribía en las paredes de la sociedad capitalista, "Seamos realistas, pidamos lo imposible"; cuando se alzaron las últimas barricadas y comunas, contra o al margen del sistema, porque había una juventud que pensaba, con Kant, más que con Marx y Lenin, que no es sólo un dulce sueño esperar que el Estado utópico se dé algún día, sino que el irse aproximado a él es, además de imaginable, un deber. Sabido es que aquello terminó como el rosario de la aurora, que cada cual se fue a su casa y la utopía se quedó en bella durmiente del bosque desencantado, a la espera de que algún príncipe azul de la política y de las ideas la reencantara.

Hoy se sabe ya a qué atenerse y a qué esperar de esta sociedad del consumo dirigido, de la represión desublimada, del cada cual para sí y a su intravida kierkegaardiana, del ocio sin libros, porque a más sabiduría más tristeza; del hombre philister (burgués, ortera, filisteo) schopenhaueriano sin necesidades intelectuales y al que nada alegra, nada conmueve, nada interesa, después de agotar los placeres sensuales; del hombre que sólo busca, como el de la sociedad norteamericana, en la denuncia moralista sartriana: pasarlo bien, gozarla... Pero, de repente, todo esto amenaza con venirse abajo, y del final de las utopías se pasa a la visión apocalíptica del final de la abundancia, del resurgimiento de la gran amenaza de guerra nuclear en la era reaganiana y de los enterradores de la cultura, secultureros del mañana.

Y las cabezas pensantes vuelven las miradas hacia las utopías olvidadas: la pastoril Arcadia, el perdido Jardín del Gilgamés, el reino filosófico de Polydoro, la platónica República comunitaria, las renacentistas Utopía de Moro por antonomasia, la espartana ciudad solar de Campanella, la Nueva Atlántida tecnocrática de Bacon. Y se añora la recóndita Armonía libertina y gastrosófica de Fourier; se recuerda la Comuna parisiense y se relee a los socialistas utópicos de la posrevolución traicionada, a Owen, Saint Simon, Louis Blanc, Blanqui. O se respira de alivio por no vivir los europeos todavía en el Estado Leviatán de Hobbes, el 1984 de Orwell, el Farenheit 451 de Bradbury, el Brave New World de Huxley, el Duluth gorevidálico o la Palmira en ruinas del día siguiente del holocausto.

Bueno es que los intelectuales empiecen a despertar del largo sueño y a pensar otra vez en lo imposible, aunque deben recordar que obeceder al imperativo categórico kantiano del deber de utopía implica de nuevo un compromiso y un riesgo, como los que asumieron, en detrimento incluso de sus vidas o su libertad, Sócrates, Moro y Campanella. Bien está que se sacudan la pereza conformista y el pesimismo ensimismado y meditabundo en que han caído antiguos utopistas como Graham Greene, Max Frisch y Arthur Koestler, quienes, desengañados del poder y de la gloria, de la inalcanzable redención del homo faber o del salto al vacío infinito desde el cero, han terminado aconsejando a sus discípulos andar tranquilos el camino con buen pan y mejor vino, o tomando el atajo, como Koestler.

Sí. Se entrevé el final de la untopía consumista y está en crisis el pensamiento untópico que concibe el mundo feliz como el lugar donde se unta el pan con mantequilla, aunque haya que conseguirla a cañonazos. La crisis económica de los ochenta está echando abajo aquel Reino de Jauja donde se ataban los peros al sistema con longanizas; aquella Ínsula Barataria poblada por princesas Micomilonas y satisfechos Sanchopanzas; aquella Sociedad de Consumo, pero menos, donde los obreros, en vez de Palacios de Invierno, se lanzaban a la toma de los supermercados en los carritos de asalto.

En la España de la reconversión industrial, el salario depreciado, los dos millones y medio de parados y las pensiones de vejez pronto rebajadas, la untopía se fue al traste antes incluso de alcanzarla. La untopía ha muerto: ¡Viva la utopía! Exijamos ahora lo difícil, que lo imposible tardará un poquito más, por descontado.

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