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Una difícil universalidad

Entre los muchos y variados temas debatidos en las seis secciones del reciente encuentro de intelectuales celebrado en la Universidad de Salamanca quisiera señalar mi interés por el que llevaba por título La difícil universalidad de la literatura española. Sin embargo, no trataré yo aquí el tema de la literatura española en particular, sino que me haré algunas preguntas sobre la difícil universalidad de la literatura en general. Preguntas relativas y respuestas parciales que dependerán, ante todo, del concepto que cada cual tenga de la creación literaria. Es decir, el posible universalismo de la literatura vendría determinado por el concepto -o por la infinidad de conceptos- que de ella podemos tener.Para comprobarlo no tendríamos más que salir a la calle y realizar una encuesta que respondiera a la siguiente pregunta: "¿Qué es la literatura?". Los más despreocupados hablarían de una labor de destreza, de una especie de artesanía de la palabra que no está al alcance de cualquiera; una labor generalmente llamativa y encomiable, pero de frutos materiales más que dudosos. El hombre de la calle también podría responder que la literatura es una especie de juego en el que todo cabe. Tanto el lector como el propio escritor extraerían de la literatura un grato placer. El placer que justifica el juego de leer o escribin Tampoco faltaría quien afirmase que la labor literaria es un ejercicio que todos han practicado alguna vez en determinadas épocas de la vida, generamente en la adolescencia y en la primera juventud; una especie de sarampión que unos pasan y del que otros -como de mal.incurable- no logran desprenderse. Más cerca de la verdad -aunque sin comprometerse en exceso- estarían aquellos que respondieran a la encuesta aludiendo a sus años de formación literaria, a aquellos temas, autores u obras que aprendieron o aprendieron mal en años de estudios.

La cuestión se complicaría notablemente si, olvidándonos del hombre de la calle, hacemos la misma pregunta a los especialistas o, en concreto, a los propios escritores. Las respuestas serían, sin ninguna duda, más variadas y radicales. La disparidad de los géneros literarios haría todavía más compleja la búsqueda de definiciones. Por ceñirnos a un solo género literario -la poesía- y por citar un par de ejemplos extremos, recordemos lo que pensaban sobre el particular Platón y Rimbaud. Platón -aparente, sólo aparente, denostador de poetas y maestro en el campo de la razón- le atribuye a la poesía en su Ión una función divina ("Los poetas no son otra cosa que los intérpretes de los dioses", nos dice). Rimbaud -vidente por excelencia, profeta de la sinrazón y voleur de feu-, al pensar que la poesía podía cambiar la realidad y transformar el mundo, le atribuyó una función claramente social.

Los escritores se debaten todavía hoy entre este tipo de definiciones extremadas; ejemplos que, con variantes, encontraríamos aplicados por otros autores a la novela o al teatro. Pero, ¿dónde está la verdad? Lo más probable es que, como en tantas otras cuestiones, la verdad se halle en un equilibrado punto medio. No hay que olvidar por ello los criterios aparentemente simplistas del hombre de la calle, que, en cualquier caso, se sentiría confundido o sonreiría con escepticismo si alguien le dijera que la literatura puede tener una función más o menos trascendente, o que puede mejorar o transformar su gris realidad cotidiana.

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Pero, ¿puede ser verdaderamente universal una obra literaria? Para que así sea, esa obra, en lo fundamental, no sólo debe hacerse llegar al mayor número de lectores, sino que tiene que conmover, tiene que influir y turbar a esos lectores. Del no establecer con gran precisión esta diferencia -la existente entre el valor intrínseco de una obra y el número de su tirada- nace la polémica de la llamada función social de la literatura. Por tanto, nada tiene que ver, en principio, la universalidad de una obra con su mayor o menor difusión. Los medios de comunicación y la propaganda editorial pueden crear más lectores, cumplen esa función social, pero no determinan, en modo alguno, la universalidad de una obra. Nadie dudará hoy de la universalidad de libros como la Odisea o la Divina comedia, pero la función social de estas dos obras sigue siendo escasa, por no decir discutible.

Una máxima difusión de la literatura resulta orientadora y formativa, contribuye al desarrollo de la cultura y de la libertad de creación, pero también puede resultar deformadora o manipuladora. (Comunicación y manipulación fue otro de los temas tratados en Salamanca). Hoy el máximo fruto del mercado editorial internacional es el grueso best seller elaborado con los datos que se le proporcionan a un ordenador. Ante este tipo de aventuras creativas -¿son verdaderamente creativas?- uno no puede por menos que pensar en que la difusión cultural, la creación literaria y la política editorial son tres hermanas que se aman, pero que difícilmente pueden coexistir. Los límites de la universalidad de una obra son, pues, extremadamente difusos.

Quizá por ello uno de los ponentes del coloquio de Salamanca sugirió la posibilidad de que los asistentes señalaran el autor o los autores que podían dar la medida de esa universalidad. La respuesta -para el caso concreto de la literatura española- no era dificil si uno tiene de nuestros autores un concepto imaginativo y trascendentalista: Cervantes. Y en la literatura universal, ¿qué autores o movimientos literarios darían esa medida? Si la literatura es un poderosísimo medio para desvelar y enriquecer la realidad, para interpretar el espíritu humano, ¿no vemos esa uníversalidad en el pensamiento primitivo oriental, en los presocráticos, en el mismo Platón, en los neoplatónicos latinos y -sobre todo- del Renacimiento italiano, en la literatura mística (incluida la no cristiana, como la sufí), en cierto romanticismo poético, filosófico y revolucionario?

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Los distintos ponentes y expertos en el tema estaban acercándose al meollo de la cuestión cuando la sesión tuvo que terminar por imposición de los amables rigores horarios del programa. A continuación se iba a celebrar un concierto de órgano. Salí apresuradamente, calle de Libreros arriba. Pero antes pude ver, bajo la última luz terrosa y congelada de la tarde, la estatua firme de fray Luis de León, el símbolo por excelencia de cuanto una persona puede significar para la cultura no reaccionaria de una época. También en los versos de fray Luis y en su actitud de intelectual a contracorriente se aprecia con transparencia la universalidad de lo literario.

Poco después, oyendo en el ógano las melodías de Cabezón, de Arauxo, de Soler, pensé en Francisco de Salinas, organista ciego de las catedrales de León y de Salamanca, catedrático de Música en la Universidad de esta última ciudad, coetáneo y amigo del poeta. Recordé de nuevo los versos de éste y el concepto platónico- pitagórico de la música que nos había legado en uno de sus poemas más inolvidables, precisamente en la oda dedicada a su amigo músico.

Pensé, mientras el órgano arreciaba, en la música no perecedera, en la música extremada que estimula, reaviva y turba la memoria perdida. La musica de la palabra entre los labios, la música de un lenguaje que es como la savia nutricia de estas tierras adormecidas de abandono. ¿Y no tendría la literatura -me pregunté- ese mismo sentido: el de reavivar la memoria perdida? Pero no supe qué responderme, porque así como creo que nadie duda lo más mínimo de la universalidad de la música, la universalidad de la Eteratura -existiendo- es un tema lleno de contradicciones y de lógicos personalismos.

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