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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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Reforma penal e inseguridad ciudadana

La reforma del Código Penal de junio pasado es objeto de constantes ataques, que le acusan de ser la causa última de gran parte de los males que acucian a un ciudadano, no sólo desde que abandona su domicilio por la mañana hasta que regresa a él, sino incluso de los que le acosan en su propia casa; causa última, en fin, de eso que ha venido en llamarse inseguridad ciudadana. Dos parecen ser los principales objetos de ataque: los delitos contra la propiedad y el tráfico y consumo de drogas tóxicas y estupefacientes. Veamos hasta qué punto la reforma ha podido incidir en ellos.En primer término, conviene considerar que no todos los delitos contra la propiedad afectan a la seguridad ciudadana, sino tan sólo los hurtos y los robos. Y aún más: los auténticamente preocupantes son aquellos en los que se usa violencia o intimidación en las personas, aun cuando no despreciemos los demás. Pues bien, la reforma de la regulación jurídica de estos delitos no afecta en lo más mínimo a su gravedad ni a la pena que corresponde a su autores; tan sólo se han visto afectados aspectos técnicos cuya modificación era ineludible para acomodarlos al principio de culpabilidad. De modo que en los más graves delitos contra la propiedad -los violentos-, la reforma ha sido mínima, por no decir nula, en lo que afecta al motivo de preocupación social.

Ciertamente, ha sido de mayor alcance la modificación llevada a cabo en los delitos que podemos denominar socialmente menos graves, los robos con fuerza en las cosas o los simples hurtos, donde hasta ahora la determinación de la pena se efectuaba atendiendo exclusivamente a la cuantía de lo sustraído y al daño causado en la cosa. Ahora, sin embargo, la pena se fija de otra manera: partiendo de una sanción, en principio unitaria, sea cual fuere la cantidad sustraída, hay que atender al concurso de una serie de circunstancias.

Es posible incluso, aunque sea ciertamente excepcional, que la pena sea mayor que la que correspondería con arreglo a la anterior regulación. Al menos, el tribunal puede imponer hasta 12 años de privación de libertad en caso de robo, y seis en el de hurto: no parece tan poca pena. Sin embargo, es lo cierto que con la entrada en vigor de la nueva ley se produjo una masiva excarcelación de presos, que, al no encontrar empleo ni posibilidades en libertad, han vuelto a delinquir. Esto se produjo porque se aplicó automáticamente la rebaja de la pena, sin tener en cuenta, en ningún caso, la concurrencia de circunstancias que no figuraban en.el Código en el momento en que se cometió el delito. Pero tal efecto no puede volver a producirse en el período de vigencia ordinario. La reforma no es en este punto, tampoco, merecedora de los virulentos ataques de que es objeto.

Por otra parte, la quizá no del todo acertada nueva regulación de la prisión preventiva en la ley de Enjuiciamiento Criminal, anudada con la del Código sustantivo, ha producido algún efecto poco deseable. Por lo visto y oído, el Gobierno se propone refomar la reforma en este punto, lo que puede ser positivo, siempre que no se olvide que la prisión preventiva tiene un único fundamento: evitar que el sujeto escape a la justicia. También por ello existe la libertad condicional: se fija una fianza para que comparezca en el juicio y no desaparezca. Pero mientras alguien no sea declarado culpable no cabe infligirle castigo alguno.

Algunas precisiones

Por lo que a las drogas se refiere conviene efectuar algunas precisiones: en primer término, la ley no ha despenalizado conducta alguna que antes estuviera castigada: ni el consumo ni, como es lógico, la tenencia para el mismo tuvieron nunca, en nuestro país, la consideración de conducta delictiva. Y ello, por la sencilla razón de que nadie puede ser autor y víctima a la vez. La reforma se ha limitado a concretar -y en Derecho Penal todo lo que sea concretar es positivo- las razones por las que se debe imponer una pena más o menos grave, terminando así con una insostenible imprevisión que permitía castigar con privación de libertad de desde seis meses y un día hasta 20 años. Y una de esas razones es la distinción entre la droga dura y la blanda. Podrá discutirse -y se discute- si es o no acertada la distinción. Pero debe recordarse que la ley no recoge un catálogo de sustancias nocivas ni impide la consideración como tales de las más diversas.

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No puede decirse lo mismo de ciertas interpretaciones que parecen aproximarse: conviene advertir ahora, antes de que se produzca, que la presunción de que toda tenencia lo es para el tráfico es, por lo menos, abiertamente inconstitucional, y la detención sistemática efectuada a su amparo, constitutiva de delito. Por otra parte, tampoco cabe mostrar tranquilidad ante los anuncios improvisados de una reaplicación de la denostada ley de Peligrosidad y Rehabilitación Social, que permite la imposición de auténticas penas en sentido material a quienes ni han delinquido ni, en muchos casos, van a hacerlo jamás.

Si, por tanto, nada se ha despenalizado, ¿a qué viene tanto bombo? La campaña no puede ser ni más irresponsable ni más contraproducente: lejos de tener un ápice de eficacia, difundir falsamente que se ha despenalizado lo que nunca se castigó, acaba siendo la mejor propaganda para que se produzca justamente lo que nadie -nadie que sea honrado- desea.

No parece, en conclusión, que la reforma legislativa haya sido demasiado culpable del incremento de la delincuencia. Éste se debe a factores de muy diversa índole, cuya simple enumeración resulta aquí imposible. Pero quizá convenga reflexionar sobre alguno de los más importantes y, a menudo, deliberadamente olvidado: que no todo se debe al paro y a la crisis económica, con tener éstos una capital incidencia. La absoluta falta de coordinación entre los diferentes sectores que intervienen en la lucha contra la delincuencia es un mal gravísimo. Y pocas veces, como ahora, hemos asistido a acusaciones tan directas de unos a otros: las críticas que desde los sectores más conservadores del poder judicial se lanzan al Gobierno, y más concretamente al Ministerio de Justicia, son un buen ejemplo. Por otra parte, se reclaman tales atribuciones, que el ciudadano acaba teniendo la impresión de que se le pretende despojar de su soberanía; ésa que un día depositó en el Parlamento para que de éste surgiera su Gobierno: de ahora en adelante, la soberanía se obtendrá por oposición.

Juan Carlos Carbonell Mateu es profesor titular de Derecho Penal de la Universidad Complutense de Madrid.

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