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Miguel Cabeza Mato

A sus 11 años, lleva dos trabajando en un basurero, a cuyo pie vive con sus padres y 10 hermanos

Manuel Rivas

Su trabajo es seleccionar botellas, pan para los cerdos, comida para perros y distintos tipos de metal, como cobre, plomo, zinc y aluminio. A veces surgen pequeños tesoros en las vísceras de la escombrera, como ese anillo de oro que regaló a su madre, los aros plateados de sus hermanas o el propio reloj que ciñe su muñeca. Desde hace dos años, y tiene 11, Miguel Cabeza Mato sale todos los días a las ocho de la mañana de la chabola, escoltado por una nube de gaviotas, y se dirige al tajo: el vertedero municipal de basuras de Bens, en La Coruña.

La chabola de Miguel no está dentro del vertedero, como la del viejo Guillermo. La vivienda de madera, chapa y cartón que alberga a sus padres y a otros 10 hermanos se asienta en la ladera y este chaval, con la estampa pícara de una criatura de Dickens en apuros, explica cómo este monte apestado es una plataforma privilegiada par ver los fuegos de artificio en las fiestas grandes de la ciudad, en el verano, o las crestas de espuma que se abaten en los temporales de invierno al pie de la torre de Hércules.Le gustaba dibujar casas, con tendales coloridos, árboles barrigudos y columpios, pero un día hace dos años, decidió no volver a la escuela. Por incompatibilidad con el cuerpo docente. Según Miguel, el proceso de penalización en el patio escolar no era todo lo justo que aconsejaba la ley del suburbio. "Ellos me insultaban, me llamaban gitano o mohinante y yo le pegaba; entonces ellos se chivaban a la profesora y al final siempre pagaba yo".

El peonaje infantil del vertedero se incrementa los fines de semana pero a diario sólo trabajan Miguel y otros dos, José y Forto. Alguna vez asomó por este trasero de la ciudad una dotación de la Policía Municipal para hacer cumplir lo que mandan los papeles, pero los críos desheredados se camuflan como nadie en el paisaje residual. En una ocasión vino el alcalde para inspeccionar unas obras de ampliación del vertedero, y Miguel siguió de lejos el ritual con el semblante precozmente endurecido, al modo de su actor preferido, Robert Mitchum.

Le gustan las películas de indio contra vaqueros o viceversa, que puede ver a medias en las tres tele visiones encontratadas en el azar de la escombrera o de la calle, y sorprende con su preferencia musical, la banda de La muerte tenía un precio, una cinta descubierta entre basuras que escucha en un aparato igualmente hallado en el vertedero.

A veces, el día depara pequeños milagros, como cuando encontró 18 billetes de 1.000 y corrió brincándo de alegría hacia la chabola, pero el salario de Miguel se mide sobre todo en botellas. Cada una, seis pesetas. "Los mejores días son los de Navidad".

Su padre, en otro tiempo marinero, cultiva un pequeño huerto con patatas, verduras, cebollas, ajos y flores, al pie del basurero. De cara al futuro, Miguel no tiene ninguna preferencia. Ni mar, ni labradío ni máquinas. "Cuando pueda, me marcharé de aquí", dice señalando el vertedero. Y emprende una carrera que levanta a su paso una nube de gaviotas. "Son más de 1.000", grita en la lejanía.

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