_
_
_
_
Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Dos épocas madrileñas

Salí por primera vez de Perú en diciembre de 1948. Días antes, el general Odría, tras derrocar al Gobierno democrático de Bustamante y Rivero, había instaurado una dictadura militar. "Hemos vuelto a la normalidad", observó el poeta Martín Adán. Y una tía mía -Georgina Hübner, amada sin saberlo por Juan Ramón Jiménez- me dijo en su lenguaje de señorita católica: "Aquí los presidentes entran entre aplausos y ramos, como el Señor en Jerusalén. Y terminan también como Él, crucificados". Vine a España en barco, cruzando en Panamá un inmenso juguete -el canal, mecanismo de relojería en su estuche esmeralda, tropical-, adentrándonos luego en un Caribe irreal y resplandeciente, y visitando por horas y para siempre (porque la plenitud es obra de la intensidad, y no de la duración), Cuba, Jamaica, Bermuda. Dispersas, bajo signos distintos, las islas constituían una variada unidad creada por ese mar que las había reunido allí desde el origen del mundo, por su vegetación común que lavaban lluvias tórridas y refrescantes, y por ese sol que, en lo alto, parecía reinar exclusivamente para ellas, aunque de paso también lo hiciera, generoso, para otros mundos. La Habana era una ciudad luminosa, activa y sensual -me tienta una palabra: mágica- animada por un ritmo humano vivo, verbal, sonoro, que fluía a través de las calles asoleadas, con interminables soportales para cubrirse de las lluvias que vagaban por el cielo. Luego vino Kingston, trópico perfecto hecho por indígenas típicos para gringos-gringos. Y, por último, Hamilton, rodeado de arrecifes de coral y playas blanquísimas, que había adoptado un aire de provincia británica selecta, con calles pulcras en las que circulaban tílburis impecables conducidos por cocheros negros, mientras los ingleses disimulaban victorianamente su placer del trópico. Desde entonces he sospechado que los ingleses sólo son ingleses en apariencia.Cruzamos el Atlántico. Días de serenidad absoluta entre dos infinitos superpuestos, dejando atrás el Caribe, paraíso circular, avanzando día a día al gris, al frío, a Europa. Una noche, al fin, llegamos a La Coruña. El barco atracó lentamente en la oscuridad. Caía una lluvia suave, y cuando me asomé a la cubierta vi en la penumbra, junto a la escalerilla de embarque, los tricornios de dos guardias civiles. Desembarcamos al día siguiente en Santander, crucé el muelle y entré en una cafetería. En la barra, un señor menudo, con la capa en los hombros, me susurró al oído:

-¿Es usted extranjero, verdad?

Asentí.

-Le ruego entonces disculpar el espectáculo que ofrece la joven a su derecha... Y puedo asegurarle que todas las mujeres de España no son así.

Volví la cara. A mi lado, una muchacha tomaba su café fumando lentamente un cigarrillo. España -dos caras de España- en 1949.

Un año morosoViví en Madrid un año. Primero en el barrio de Argüelles, en una pensión de estudiantes que quebró al poco tiempo. Luego en otra, en otro ambiente: La Habana Pensión, en la carrera de San Jerónimo, casi frente a la calle de Echegaray. Los otros pensionistas eran una pareja de actores retirados, un cordobés que había venido a Madrid a presentarse, por tercera vez, a unas oposiciones y estaba aterrado de ganarlas, pues en ese caso -me decía- tenía que casarse, y unas chicas, Manolita, Paquita, Mercedes, que apostadas en un café de la calle de la Princesa se ganaban la vida en un viejo oficio. Yo hacía morosamente un trabajo sobre Francisco de Vitoria para cumplir con una beca que me había otorgado el Instituto de Cultura Hispánica. Era un año durísimo. No había llovido, las cosechas estaban arruinadas, casi no había electricidad. En los pueblos salían procesiones y rogativas, el pan y los cigarrillos se vendían de estraperlo, y los ascensores sólo se usaban, claro, para subir. Vino la primavera. La radio del comedor dejaba oír la voz de Conchita Piquer en el chotís de moda: "Madrid... Madrid... Madrid...". Llegó el verano. Algunos días, después de comer, subía desde la calle, a través de las ventanas abiertas, el rodar de un coche y un tintinear de cascabeles: eran los picadores de toros que iban, muy serios, camino a la plaza.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
SIGUE LEYENDO

Madrid era una ciudad formalista, callada y hambrienta, cargada de una tensión seca, viril, que endurecía el ánimo de sus habitantes y pesaba en el aire asoleado de sus calles. Era muy difícil ser feliz en Madrid. Y me gustaba, sin embargo, recorrer los viejos barrios populares -la plaza de la Cebada, Lavapiés, la calle Huertas-, donde las mujeres se sentaban a conversar en las puertas de las casas, los niños jugaban en las calzadas y los hombres bebían silenciosamente su vino en las tabernas. Era casi imposible ser feliz en Madrid, pero la conciencia del padecimiento crea un nexo -pasión compartida: compasión- más profundo y sin duda más duradero que la felicidad. Cuando meses después me fui a París comprendí que quería oscura y entrañablemente a Madrid a pesar -o quizá a causa- de no haber sido feliz en ella.

Cuando después he vuelto me han sorprendido sus cambios en todas las áreas: fisonomía urbana, ritmo de vida, atuendo de las gentes. Sin embargo, si a poco de llegar voy -y voy siempre- a los viejos barrios, aunque la tensión ha desaparecido y la situación económica es otra, encuentro una calidad humana igual, en lo esencial, a la de hace 30 años; y, también, vecinas que conversan en las aceras, tabernas con cabezas de toro, ciegos que venden loterías. Héctor Velarde me decía que lo que destruye las ciudades viejas es el dinero. En Madrid el dinero sólo ha destruido los antiguos barrios residenciales -el de Salamanca, por ejemplo-, convirtiéndolos en zonas mercantiles, llenas de bancos, colmadas de boutiques, atestadas de automóviles, vulgares precisamente por su despliegue de dinero, en tanto que los barrios populares no lo son: sólo son pobres. En unos están los negocios; en otros está la vida. El pueblo, aunque sus ideas sean a veces radicales, es naturalmente conservador en sus costumbrres. No tiene otra opción: su mundo es su barrio o, en todo caso, su país. Las clases altas, a la inversa, tienen costumbres modernas, internacionales, cosmopolitas, aunque sus ideas a veces estén en el pasado. Madrid en dos tiempos -1949 y 1.983-, la misma de otro modo.

es secretario general de la Fundación Edubanco.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_