El semáforo
En el kilómetro cero de España se alza, vigilante, el semáforo número unoPor este ojo tricolor se ven las payasadas, los infortunios y las rarezas urbanas
Con la patria totalmente asfaltada y la ciudadanía a motor, el semáforo uno del kilómetro cero (Sol-Alcalá) se ha convertido en el primer observatorio científico del carácter nacional.Éste es un enclave codiciado por los iberólogos y behavioristas para contrastar sus teorías con la dura realidad. También lo frecuentan los encuestadores oficiales. Sacan el cartapacio y acribillan a preguntas al automovilista petrificado en el eterno embotellamiento. Los gitanos limpian el parabrisas con una mano y exigen el cobro con la otra. Los diplomáticos reciben el shock cultural junto a este palo y, con él, su plena acreditación. Los pedigüeños portugueses estrechan relaciones luso-hispanas cantando el fado de sus desdichas. Al humorista no le faltan aquí razones con las que mitigar la angustia de su pesimismo. Y el adivino, tan afamado hoy, mira por el primer ojo tricolor del país lo que no acierta a ver en su bola de cristal.
Se ve de todo. Payasadas, infortunios y rarezas. Como corresponde a la capital de un reino en una sociedad posindustrial. ¿Qué otra cosa es, si no, Madrid? Las cifras lo certifican. El pueblo ya tiene más de un millón y medio de automóviles que gasean 7.000 calles pavimentadas a lo largo de 2.000 kilómetros. Hay un coche por cada tres vecinos. Un suicidio cada dos días. Un bosque, sin hojas, de 6.500 semáforos. Un muerto por accidente de tráfico cada 58 horas. Ocho mil autobuses. Quince mil taxis. Cuatro mil guardias municipales con otros tantos pistolones, y alrededor de 200.000 camiones de distinto tonelaje. En pocos rincones del globo se registra, y se celebra, parecida abundancia.
La rotulomanía
Estos bienes han alterado los hábitos parlanchines del indígena. Aunque la Puerta del Sol siga siendo el alma de Madrid, su patio de vecindad y el corazón de la Corte (según definición de reputados cronistas), los ruidos tan intensos y la densidad del tráfico obligan al pueblo a enmudecer y a comunicarse por escrito. Y así sucede que este inmenso cocherón se ha llenado de carteles, avisos y proclamas. La rotulomanía es un hecho que demuestra la erradicación del analfabetismo. Menos mal.
Unos obreros de Puente Cultural cruzaban el semáforo con pancartas, de la acera par a la impar, cada vez que el disco se ponía verde. Algunos agitaban botes con piedras dentro para llamar la atención de los automovilistas, como el niño que mueve el sonajero. Pero no decían palabra. Acusaban al jefe Lázaro por haberlos despedido y repartían pasquines.
Al lado, varios mozos pegaban el bando de las Fuerzas Armadas en la pared de la farmacia Company. Inmediatamente se formó corro. Y el pueblo, acostumbrado al lirismo de las proclamas de su actual alcalde, leyó esto: "Los ciudadanos que tras hacer la mili conserven sus cartillas militares siguen perteneciendo al Ejército español y, en caso de guerra, combatirán dentro de la OTAN, y en caso de golpe de Estado, quedarán a las órdenes de militares golpistas, por lo que os invitamos a entregar esas cartillas en la calle Desengaño, 13, Madrid-13".
Por fortuna este bando no iba fechado en trece y martes, y el público cerró su boca de cañón al terminar la lectura. Pero los objetores de conciencia del MOC y del COPS hicieron también uso del semáforo para ir repartiendo una octavilla por parabrisas, incluido el de un 850 negro ocupado por un general muy gordo y condecorado.
Todo ello era muestra de democracia ilustrada. Como aquel tríptico de la joven mendiga: "Soy diabética, mis padres están enfermos, me ayude por favor".
El público de Madrid es compasivo y ayuda siempre. La mendiga llenaba su bolsa evitando el control del guardia. Más allá, el mancebo de la farmacia Company esperaba que el embotellamiento fuera de consideración para despachar la magnesia: "Nuestra magnesia es efervescente y mejora el estado nervioso del conductor" dijo, señalando un río estancado de coches, "así que la recomendamos para laxar, que buena falta les hace a esos pobres".
Algunos automovilistas retenidos largo tiempo entre Sol y el cruce con Sevilla saltaban de sus vehículos y acudían a la llamada del boticario. Su cartel era tentador: "¡Stop! ¡Atención a la tensión, compruébela!" ¿Cómo no iban a ver su presión sanguínea si era tan importante o más que la de los neumáticos? Y allá corrían como conejos para meter el bracito pálido y tembloroso en la goma hinchable. Sólo eran necesarias cuatro monedas de cinco duros y un poco más de follón circulatorio. En cosa de minutos, los dígitos iluminaban electrónicamente la cifra, y no eran pocos los que sentían horror al verla. "¡Mierda.'", exclamó un grasiento ejecutivo. "¡No pensaba que la tendría tan alta, me va a dar algo!".
Nicanor toca el tambor
Mientras los taxistas ordenaban su bric-à-brac del salpicadero (la bota de fútbolista en miniatura, la estampa milagrosa, el trapo para el polvo y la caja con monedas), las jóvenes conductoras se miraban el maquillaje y se ahuecaban el pelo como si se dispusieran a invitar a su tálamo del Fiesta al viajante de fabadas, chorizos y salazones que recorre la ciudad sin encontrar ligue ni aparcamiento. Otros hablan solos y por lo bajín, se hurgan las narices con deleitación y miran a ese punto lejano de su infancia en el que, además, se comían los mocos.
¡Pobre humanidad apresada en el sillín del utilitario tan inútil! Unos trabajadores de limpieza de fachadas lanzaban un patadón casual cada vez que debajo de su andamio pasaba un atildado espécimen de la villa. A través de las puertas del hotel París se veían parejas besuqueándose en el hall. Pasó la furgoneta de servicios funerarios. Como hay tantos postes con instrucciones en las aceras, un peatón se había estampado contra el aviso "Utilice la papelera" y extraía de allí una inolvidable y limpia enseñanza. Para el público que lo precisara, en los mingitorios municipales se abría la cabina individual al precio de una peseta, según rezaba el cartel. ¿No era reconfortante comprobar que una modesta peseta todavía sirve para hacer las necesidades a salvo del gentío?
Nicanor tocaba su tambor cuando el semáforo cambiaba al ámbar. Lo tocaba soplando con su bocaza manchega y se sentaba sobre un cajón de fruta importado de Murcia. Además, Nicanor, de 63 años y mucho pulmón, dialogaba con los conductores inmovílizados en primera línea, y competía con el guardia que chiflaba sin ningún arte. "Ahora les toco La Campanera, y ya verá cómo la música les amansa", dijo este vendedor de trompetitas.
Sí las cosas iban bien, cada cuarenta segundos (el tiempo del disco rojo) el estancamiento de vehículos crecía geométricamente. Fuera mañana, tarde o noche, al lento avance del tráfico ligero se unía el tráfico pesado. Para el taxista Antonio Cruz, la solución era drástica: "Aquí lo que han de hacer es un elevado por encima de la Puerta de Sol, como los que hizo Arias Navarro, y dejarse de chorradas". De este modo, los autobuses no tendrían que abandonar el carril de la derecha, en Alcalá, para girar a la izquierda en Sol, cuando pasa el peatón muy confiado o arranca la caravana sin esperar el susto. Volarían.
Pero no hay por qué atemorizarse. Los camiones del butano sabían abrirse paso mejor que las ambulancias; el oso se comía la fruta del madroño y la grúa municipal, tan venerada, daba su nota de color gualda a este tenebroso cuadro.
Sólo faltaba ahora que saliera el señor ministro de Hacienda en su auto oficial, escoltado de funcionarios en sus coches semioficiales, y de oficiales a pie. ¿Cómo se vería desde el interior ahumado del vehículo recaudatprio a ese tipo que vendía bayetas pidiendo en un cartel que se las compren por el amor de Dios? ¿Y al lisiado que se come los restos de las hamburguesas de Wendy? ¿Y a la legión de pedigüeños portugueses que dejan caer sus cuerpos como si fueran minutos del reloj sobre la esfera de la plaza?
Los viejos fumaban apoyados y ausentes en la barandilla de la acera. Era como si desde allí siguieran contemplando los rebaños de sus pueblos. Tampoco hablaban.
Al mediodía, la flota de camiones blindados abandonaba la city, repletos, seguramente, de billetes de banco de todos los bancos. ¿A dónde iban? La expresión de los conductores resultaba indescifrable, igual que la de un buzo cuando empieza a sumergirse en el agua. Estos hombres parecían muñecos separados del resto de la humanidad por un cristal gordísimo. Por eso, al arrancar sus carromatos con los millones dentro, dejaban entre los peatones una extraña sensación de desengaño. Se fugaron como una fantasía que se desvanece.
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