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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Contra la tortura

LO QUE han conseguido los siglos es reducir la tortura al estado de manifestación vergonzante -oculta y negada por los verdugos, bien sean autores, cómplices o encubridores- en el reducido grupo de sociedades que merecen el nombre de democráticas y en algunas otras naciones que relegan ese horrible trabajo a policías paralelas o a grupos de iniciativa privada desmentidos por la autoridad. Sin embargo, hay sociedades que todavía exhiben la tortura como en los tiempos pretéritos -por su ejemplaridad- y hay gobernantes que aún distinguen los móviles -o una finalidad justa o injusta- para discriminar a quiénes se les debe exigir el cumplimiento de los derechos humanos y a quiénes no. El último informe de Amnistía Internacional denuncia la práctica de la tortura en más de 100 países, lo que no significa necesariamente que los restantes estados estén libres de culpa o de sospecha. Una conferencia internacional sobre esa afrenta a la condición humana tiene pocas posibilidades de alcanzar alguna eficacia. A lo sumo, puede servir para el intercambio de acusaciones mutuas o para alimentar la guerra mundial de la propaganda. Resulta altamente improbable, sin embargo, que cualquier nación esté dispuesta a reconocer los delitos propios o de sus amigos contra los derechos humanos.No es poco lo que se ha ganado desde la época de la Ilustración hasta nuestros días: la reducción en cantidad de la tortura y la vergüenza pública para los culpables. Pero el avance es espectacularmente insuficiente. La voz del torturado se escucha escasas veces -por el miedo- y, cuando se escucha, tiene pocas posibilidades de conseguir un triunfo jurídico. Lo único que los verdugos han conseguido en la mayor parte de los países es borrar las pruebas, practicar la tortura en lugares ocultos e insonorizados por medios modernos que no dejan huella risica en el cuerpo o trasladarla al cuerpo moral de la víctima mediante la creación de un terror psíquico. Nada de eso se consigue, sin embargo, sin una complicidad, una colaboración, una fingida indiferencia y a veces un miedo de los organismos de los Estados.

No son, naturalmente, los Gobiernos o sus agentes -más o menos consentidos, tolerados y a veces hasta amablemente reprendidos por su exceso de celo- los únicos culpables. Hay movimientos revolucionarios de oposición que emplean idénticos procedimientos y que incluso los reivindican con una extraña ufanía que procede del viejo fanatismo y de la ejemplaridad antigua. En nuestro país, las diferentes ramas de ETA han logrado una refinada eficacia en la práctica de las diversas especialidades de la tortura. Esas manifestaciones pasan por el secuestro, por la reducción del secuestrado a condiciones de mínima supervivencia, con la infame fotografia de su aterida imagen bajo la bandera (convertida así en pirata) del secuestrador divulgada por sus verdugos; y por las cartas de amenaza, las llamadas telefónicas anónimas, las extorsiones que convierten a los familiares del intimidado en eventuales rehenes. Estos sanguinarios doctrinarios, siempre dispuestos a autoamnistiarse sus delitos comunes en nombre de elevados móviles políticos, son los que provocan muchas veces, mediante la espiral sadomasoquista de la acción-represión, las respuestas policíacas o parapoliciacas ajenas a la legalidad. Sin embargo, los Estados democráticos no pueden, por la propia naturaleza de sus principios, esgrimir esa justificación imposible como coartada a los desmanes, puesto que el represor del delito no puede asumirlo ni convertirse a su vez en delincuente.

La violencia institucional tiene un campo muy amplio. Va desde las represiones salvajes de las manifestaciones -esas frecuentes fatografias, conseguidas en el caso de que el fotógrafo no haya sido a su vez apaleado, en las que una persona caída y replegada en sí misma sufre el golpe incesante de las porras de los samurais uniformados- hasta los sanatorios psiquiátricos de la URSS, donde se explica con una ingenuidad siniestra que oponerse a la realidad de un régimen es una muestra de ínsania merecedora de tratamiento por los doctores. La tortura, en sentido estricto, deja a la víctima, perdidas las nociones del tiempo y del espacio, sola frente a sus verdugos, dispuestos a quebrantar a la vez los huesos y la voluntad de su presa, a desgarrar su cuerpo y abismar su espíritu, a prolongar mediante el dolor su agonía fisica y lograr la disolución anímica de su identidad personal. Los impresionantes testimonios autobiográficos de Arthur London, torturado en la Checoslovaquia sometida a la dictadura comunista, y de Jacobo Timerman, torturado en la Argentina sometida a la dictadura militar ultarerechista, ponen de manifiesto que el horror de la tortura no distingue entre ideologías y se produce bajo regímenes políticos diferentes, teniendo como rasgo común el despliegue de toda la potencialidad mortífera e inhumana del poder absoluto. Aunque sólo fuese por esa razón, los sistemas democráticos y las sociedades pluralistas, que someten al Estado a la vigilancia de la crítica parlamentaria y de la información de los indios de comunicación, tienen pleno derecho a reclamar su indiscutible superioridad histórica sobre cualquier otra forma política.

El campo de la tortura es infinito; tanto, que podría llevar a la inquietante pero resignada conclusión -compartida por algunos endurecidos etólogos- de que la crueldad contra los miembros de la misma especie forma parte de la naturaleza humana. Esa interesada falacia, sin embargo, no hace sino ayudar a justificar nuevas represiones contra esa supuesta naturaleza humana inmodificable, heredada de nuestros lejanos antepasados antropoides. Por esa razón, resulta hoy mas necesario que nunca reivindicar la tradición del pensamiento ilustrado y reafirmar que no hay en el hombre, en el ámbito del bien y del mal, más que lo que la sociedad y la cultura han depositado en su escala de valores. Siglos de torturas y de muertes de Estado han inscrito esta violencia sorda contra el indefenso, puesto que la existencia de la tortura está estrechamente ligada a la indefensión de la víctima. Es, por tanto, una responsabilidad de Estado, y muy precisamente de los grandes Estados democráticos, la tarea de dar un nuevo paso desde la tortura vergonzante, tolerada o sólo reprendida, a la ausencia total de tortura. La Constitución española de 1978 declaró solemnemente que "todos tienen derecho a la vida y a la integridad risica y moral, sin que, en ningún casom puedan ser sometidos a tortura ni a penas o tratos inhumanos o degradantes". Ese precepto no es un ideal abstracto o un vago proyecto progrImático sino un mandato vinculante que la propia norma fundamental y el Código Penal ordinario han convertido en imperativo. A los gobernantes corresponde el deber de aplicarlo y a los ciudadanos el derecho de exigirlo.

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