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Tribuna
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Melilla, 1984

En tres ocasiones a lo largo de nuestro siglo ha sido Melilla noticia de primera plana para los rotativos del mundo: en 1909, a raíz del huracán desencadenado por las últimas consecuencias políticas (Semana Trágica, ferrerada subsiguiente) de la guerra producida aquel año en torno a la plaza; en 1921 (derrota de Annual, trágico derrumbamiento de la comandancia melillense), y en 1936 (17 de julio, comienzo de la última guerra civil europea). En esas tres ocasiones, los acontecimientos bélicos centrados por la ciudad que conquistara para Castilla Pedro de Estopiñán -realmente, su fundador- a finales del siglo XV, se convirtieron en motor inicial para un giro de la historia española. La crisis de 1909 fue, en definitiva, la crisis del Pacto de El Pardo (la gran crisis de la restauración canovista). Las osamentas calcinadas de 1921 cimentaron la dictadura de Primo de Rivera y, a la larga, trajeron la República. Es, en fin, obvio recordar lo que significó, como trágica apertura de un ciclo histórico, el levantamiento de 1936, cuyo punto de arranque fue el 17 de julio melillense.Viví muy directamente la última de estas fechas: desde un balcón de mi casa, en la avenida del General Marina, frontera al palacio de la Comandancia, presencié la declaración oficial del estado de guerra. De 1921 -de la catástrofe de julio- sólo me llegaron referencias muy directas. Cuando pisé por primera vez el suelo de Melilla no habían pasado 13 años desde el desastre, y apenas hacía siete que la interminable guerra de Marruecos había tocado a su fin; el recuerdo de Annual y de la campaña de reconquista era todavía actual en la ciudad, y aún se vendían en los quioscos de prensa postales heroicas con la imagen de la fábrica de harinas de Nador convertida en expresiva ruina, punteada por los impactos de las balas rifeñas. Lógicamente, la primera fecha -1909, también julio- quedó mucho más lejos de mis vivencias. Pero también conocí y traté a personas que recordaban aquella campaña como un capítulo de su biografía: y una especie de testimonio perenne era la oscura silueta del Gurugú, al fondo de la ciudad. Por lo demás, mi propio padre había hecho sus primeras armas, recién salido de la academia toledana y a las órdenes del general Aguilera, en las operaciones que siguieron al percance del barranco del Lobo; de modo que, en cierta manera, los acontecimientos de 1909 entran también en mi biografía personal.

Desde los amplios ventanales del parador nacional Pedro de Estopiñán, maravillosamente situado, puede abarcarse el panorama de la ciudad entera, jalonado de referencias históricas. Al Este -a la izquierda de nuestro punto de mira- se perciben, próximos, los cubos de la muralla que circunda a la Melilla vieja (el pueblo). Al frente, parte del puerto, el embarcadero de mineral y, más allá, el horizonte meriodional de la ciudad: el Atalayón, la mar chica (límpida como lámina de plata, con el encanto de una fina estampa japonesa). Aguzando la imaginación, cabe intuir a Nador, en su orilla más lejana. Luego, extendiéndose hacia el Oeste, el Gurugú. El Gurugú cambia espectacularmente de color a lo largo del día: azulado al amanecer, se torna ocre y concreto cuando el sol llega a su cenit y reviste tonos violáceos en el crepúsculo; a esa hora, el poeta Guerau de Liost lo hubiera llamado "muntanya d'amatistes". Entre este telón de fondo y el parque Lobera, que sirve de alfombra al parador, se extiende en primer término, graciosa y alegre, la ciudad nueva: los edificios de la avenida, la aguja del Sagrado Corazón y los cupulines vidriados del edificio comercial de La Reconquista; la mancha verde, emplumada de palmeras, del parque Hernández, dilatándose hasta la comandancia. Al Oeste -a nuestra derecha-, el caserío trepa hacia las alturas que, por el Norte -en línea con el parador-, domina el cementerio (un cementerio asomado al mar y que tiene mucho de museo castrense, compuesto por los impresionantes mausoleos dedicados a las diversas campañas del Rif).

Más allá aún se adivinan los espaciados fuertes exteriores que por esa parte marcan los linderos de la ciudad con el territorio de Marruecos; aunque sólo uno de ellos -el Reina Regente- se dibuja con nitidez.

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Viví en Melilla entre los años 1934 y 1941. Dos veces he vuelto a la ciudad después de esta última fecha: la primera, en 1972; la segunda, hace apenas dos meses. Mi más reciente visita me ofreció menos sorpresas, por supuesto, que la anterior. Porque los enormes cambios que en torno a mí se habían ido produciendo en España a lo largo de 30 años, y que se incorporaron a mi vida gradualmente al discurrir de los días, los percibí de golpe en la Melilla de 1972 como un contraste violento entre los escenarios y los ambientes en que transcurrió mi adolescencia y esta ciudad distinta, disminuida, sin horizontes -económicos, intelectuales... hasta geográficos, es decir, más que nada, geográficos-. Por supuesto, era la desaparición de una forma de vida que yo identificaba con aquellos escenarios, y que se había trocado irremisiblemente en pasado muerto. Pero no sólo era eso. La ciudad que yo volví a encontrar en 1972 no tenía ya el carácter de enclave estrictamente español -estrictamente andaluz- que identificaba a la Melilla de 1940; ahora se mostraba como una encrucijada de razas: la población marroquí se había ido insertando incluso en el centro urbano, con el tácito -y poco previsor- asentimiento de las autoridades españolas. Por otra parte, se respiraba en ella un aire de decadencia, perceptible sobre todo en la soledad impresionante de la ciudad vieja, la acrópolis amurallada, otrora repleta y bulliciosa y hoy abandonada y sumida en el silencio, como asiento de fantasmas: prácticamente, sólo la primitiva comandancia, residencia de una autoridad militar, y los cuarteles inmediatos a las escalinatas que llevan a la plaza de los Aljibes, daban muestras de vida. También dormía en el olvido el lindo puerto de pescadores, repleto de barcas inmovilizadas: según me explicaron, se hallaba en las cercanías el barquito de Hassan, interceptando la salida de unas aguas que siempre quedaban en la jurisdicción marroquí. Dar un paseo en automóvil a lo largo de la antigua avenida del General Polavieja y de su prolongación deparaba el súbito tropiezo con las alambradas que señalan el fin de la ciudad.

En mi última visita me pareció que las cosas habían mejorado... hasta cierto punto. No sólo está mejor atendida la segunda enseñanza -con dos buenos institutos-, sino franqueado el camino a la universitaria, mediante un centro delegado de la Universidad Nacional de Educación a Distancia: por este lado, los horizontes se hallan más abiertos a una juventud que se siente asfixiada en aquel rincón extremo de España. Como contraste, me sorprendió la noticia de que El Telegrama del Rif, periódico tan importante en otro tiempo y que ahora se denomina El Telegrama de Melilla, se imprime... en Almería. Dada la inseguridad de las comunicaciones -la aérea depende de que el viento no tenga fuerza suficiente como para interceptarla-, puede ocurrir que la ciudad se quede sin su Prensa durante días enteros. Por otra parte, sigue siendo evidente allí la sensación de provisionalidad. El bonito caserío urbano, revestido por la suntuosidad del modernismo catalán en sus mejores edificios comerciales, incluso en calles enteras, pero construido con materiales pobres que requieren un revoco frecuente, hace un efecto de abandono, porque invertir en su cuidado puede no ser rentable; por lo general, este caserío se ha degradado. (Algo peor le ocurrió al espléndido cine Monumental, antaño lugar predilecto de la sociedad melillense, y que fue en su tiempo Pasa a la página 10 Viene de la página 9 una de las muestras más relevantes del art-déco, no sólo en Marruecos, sino en la propia Península, convertido ahora en local comercial y dañado por las reformas que rasgaron una de sus fachadas principales.)

La provisionalidad o la inseguridad tienen un punto de referencia que se me hizo patente paseando por la Hípica -límite meriodional extremo de Melilla- Desde allí se contempla el enorme espigón del puerto que Hassan II ha hecho construir entre Nador y nuestra antigua plaza de soberanía, en desafío a esta última: con el propósito, confesado, de que sea la gran salida de Marruecos al Mediterráneo, y con la intención soterraña de que en un inconcreto futuro complete el puerto melillense, fundiendo los dos en uno solo cuando la actual ciudad española se convierta en una simple localidad marroquí. El famoso espigón esboza, hoy por hoy, una especie de abrazo mortal, asfixiante para Melilla.

¿Puede suponer una alternativa favorable a los intereses españoles el derrocamiento del trono alauí? En los precipitados comentarios de prensa que he leído últimamente -a propósito de los disturbios sobrevenidos en la antigua zona española (Tetuán, Alhucemas, Nador)- me pareció que dominaba un despiste basado en la ignorancia. Se ha subrayado un hecho real -la animosidad y el recelo que Hassan II siente hacia las gentes del antiguo protectorado español-. Pero deducir consecuencias favorables para nosotros de una conmoción revolucionaria en el Magreb es del género tonto. La acción de España en Marruecos -y sobre todo las duras campañas de los años veinte contra la rebeldía de Abd el Krim- salvaron la unidad del sultanato: ese puede ser el sentido positivo, históricamente hablando, de aquella dolorosa sangría española en África. Ahora bien: la división del protectorado en dos zonas permitió que, una vez llegada la paz, las seculares tendencias centrífugas del Rif y de Yebala tomasen un cauce nuevo; el signo español acentuó las diferencias. Y a extinguir esos reductos contestatarios ha tendido siempre la política de Hassan II -y antes la de Mohamed V-, desde que se logró la independencia.

La rebeldía resurge ahora bajo una forma inédita: la revolución fundamentalista, que cuenta con el arrasamiento de la monarquía -aunque es cierto que hay diferencias abismales entre las raíces de ésta en Marruecos y el precario arraigo de la dinastía Pahlevi en Persia-. Melilla, amenazada por la ambición nacionalista -o imperialista- del actual monarca, y en riesgo siempre de protagonizar un nuevo capítulo de lo que empezó con la famosa marcha verde hace ocho años, se hallaría en peligro mucho más grave si el norte de África se viese anegado por la marea fanática impulsada por Jomeini y por las convulsiones extremas de una revolución tercermundista. La diplomacia española requiere más que nunca cautela y prudencia: debe quedar siempre -y creo que así lo ve nuestro ministro Fernando Morán- muy por encima o muy al margen de las fuerzas en conflicto.

En cuanto a mí, sólo me atrevo a desear para Melilla que no vuelva, en mucho tiempo, a convertirse en noticia de primera plana de los grandes rotativos del mundo.

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