Butragueño, frío como una hoja de afeitar
"Es frío como una hoja de afeitar". Hacia las 12 de la noche, casi seis horas después del partido, Ricardo Gallego se despedía de Emilio Butragueño y bisbiseaba algo entre dientes. Mientras tanto, le veía desaparecer, en la profundidad de la calle, al final de una rara secuencia en la que la pequeña figura de El Buitre iba transformándose, pasito a pasito, en una bolsa cilíndrica de deporte y una chaqueta extra plana de color azul. "Ni un gesto de agobio o de nerviosismo: llegó, metió el pie dos veces, hizo dos goles, y se fue a la ducha tan tranquilo. Es frío como una cuchilla".
Entonces, en el filo de una esquina y en el filo de la madrugada, Emilio ya está enfrascado en preocupaciones más inquietantes o, mejor dicho, en el examen de Estadística del próximo jueves. Tendría que aprovechar bien los últimos días, si es que pretendía aprobar y volver a casa sin esconder la cara. En el fondo sólo se trataba de cumplir el viejo principio familiar de las dos carreras y el nuevo principio personal de las dos ocupaciones: la carrera debía ser la realidad, y el fútbol la fantasía. Papá, el viejo perfumero don Emilio, siempre había visto con satisfacción que el chico, el único chico, hiciera un poco de contraste con su hermana Pilar y se decidiera a continuar la tradición comercial de la casa en Ciencias Empresariales. Sus buenas notas eran la confirmación de que el hábito sí hace al monje, y él, don Emilio, siempre había procurado mantener en el ambiente del salón-estar unos hábitos de estirpe. Es ley de vida, diría para explicarlo.La otra carrera, la de futbolista, sería un poco la sorpresa, la cuota de extravagancia que podía tolerarse sin escándalos en una familia resignada a ocupar su número de orden y a su clave de tipo en algún lugar de la larga muestra estadística llamada clase media. Pero el suyo era, sin duda, un caso de generación espontánea digno de un análisis más sostenido.
En el fútbol moderno, la dureza defensiva había provocado primero una primacía germánica, después una especie de pangermanismo en los periodistas y entrenadores, y finalmente ciertas mutaciones en los futbolistas menos dotados del barrio. Contra los codazos y la tenacidad metalúrgica de los defensas, la naturaleza enviaba ahora delanteros bajitos y saltarines, de cerebro rapidísimo, recorrido corto y velocidad instantánea. Eran casi un ensayo cibernético. Todos sabían ayudarse de los, brazos para desequilibrar al enemigo durante una fracción de segundo y, en un destello, ganaban los dos o tres metros precisos para tocar hacia el compañero o para tirar cómodamente a gol. Eran una teoría de pulgas, elefantes y balones.
Acaso tanto como Miguelito Pardeza, acaso menos que Diego Maradona y Pato Yáñez, acaso más que nadie, Emilio Butragueño, el atribulado estudiante de primer curso de Empresariales, sería un subproducto del fútbol-fuerza, una respuesta biológica, una reacción latina a la vanidad teutónica de Hrubresh, Kaltz y Rummenigge, los dominadores. En el Mundial 82 ya habían aparecido los primeros síntomas cuando el extremo siciliano Bruno, Conti, una reproducción de Pipino El Breve, le hizo un montadito de lomo a Briegel, el jugador-proteína de la selección alemana. Dos años después, él, Emilio, formaba parte de la sub cultura que provocan las grandes invasiones. Ante Conti y Maradona, ante él mismo, el cerebro programado de Briegel no sabe-no contesta.
Ahora, una vez más, la naturaleza había respondido a la obstinación con la sorpresa. Era casi un milagro que él, un ex alumno del colegio Calasancio, un gerente vocacional, tuviera los cuatro instintos fundamentales del área: el de la aparición, el del quiebro, el del toque y el del disparo seco y contenido.
Bajo la luz vertical de alguna farola, la cabeza de Emilio reaparece a la puerta de casa: el trapecio azul oscuro se transforma en una chaqueta, y el bulto cilíndrico, en una enorme bolsa de material sintético. Luego Emilio se pierde en su habitación. Allí se toma el tiempo justo para entrar en sí mismo. Repasa el poster de Bjorn Borg, los carteles del Real Madrid y del Castilla, los banderines y los trofeos. Pero pasado mañana es jueves. Hay que estudiar, Emilio.
Lo último de Supertramp
Selecciona lo último de Supertramp, ¿o quizá no sería mejor algo de los Bee Gees para desengrasar? Decídete de una vez, Emilio, que pasado mañana es jueves Y allí están los libros de estadística. Mañana, como siempre, habrá que ir a la Ciudad Deportiva a primera hora y a clase de cuatro a ocho a la facultad; será la grata monotonía de media tarde: coche blanco, carretera de Aravaca, Somosaguas, Complutense, y allí, como siempre, los compañeros que preguntan, las chicas que miran, y él, tan tímido, tan cruzado como su chaqueta, que no sabe qué decir. Pero mañana será otro día.El martes, a primera hora, llegan Emilio y Miguel Pardeza. Les ven venir Michel, Lolo Sanchís y Rafael Martín Vázquez.
-Ahí vienen Tin-Tin y el pitufo.
-¿Quiénes?
-El pitufo y El Buitre.
Michel estudia idiomas, Lolo hace Telecomunicaciones, y a él, a Lolo, porque tiene una ceja única, le llaman concejal, y Rafa va a hacer profesorado de educación física. Miguel, tan pequeño pero tan entero, está haciendo Derecho, y en sus ratos libres lee libros de psicología y filosofía; el pitufo es el intelectual de La Quinta del Buitre, el ideólogo. Tiene una rara facilidad para encontrar los adjetivos que busca, sabe muy bien que Schoppenhauer no tiene nada que ver con Beckenbauer, y hace mucho que está tratando de meterle un gol a Miguel Hernández, tal vez a Gabriel Miró, y sabe muy bien que adentrarse en Nietzsche es pisar el área de penalti. "Hola, pitufo", "hola, Morgan", "hola, Buitre" "hola concejal". En el bar de Castellana, esquina a La Esperanza, pieden un batido de nadie sabe qué, y este Rafita debe de tener alguna novia escondida por ahí, y ¿novia yo? Yo, el fútbol. Y nadie le cree.
A la hora del aperitivo, Di Stéfano, el hombre que surgió del tango, un espíritu crepuscular que está entre los mariscales y los tahures, les ve juntos y pasa de largo. En el silencio de tarde, cuando todo está en calma y el músculo duerme, la ambición no le deja descansar. Decide cambiar de caballo en plena carrera, se amura a babor, abre las manos para alargar el fuelle de un bandoneón imaginario, y dice en voz baja una corta canción.
-Qué esperanzas, che.
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