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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Mendigos

LA LEYENDA áurea del mendigo con el colchón forrado de billetes se quiebra de pronto con el descubrimiento de uno muerto de frío en un banco del Retiro de Madrid. Hay gentes sin refugio y sin comida, y en esta sociedad se puede morir de frío y de hambre. Es indudable que existen los que el alcalde Tierno llama "mendigos profesionales"; son continuadores vivos de una literatura universal que les viene describiendo: Cervantes, Zola, Dickens o Baroja y Galdós. Gentes de la Corte de los Milagros, plañideros que podrían enseñar ortofonía, niños alquilados, acechadores de semáforo, escritores de pequeños folletines en pancartas, salmodiantes, tañedores de instrumentos. Un mundo antiguo que había sido atenuado en las ciudades y en las buenas zonas del país -en otras es permanente- por un supuesto estado de bienestar, que ahora vuelve. Pueden estos profesionales, sin duda, ganar excelentes jornales, y cumplen una vieja función social: no dejar que se enturbie demasiado la conciencia de los ahítos. La leyenda áurea nos permite desatender la demanda y cerrar los ojos ante esa situación: puesto que ganan más que nosotros, no hay que preocuparse de ellos. Son, al fin, unos afortunados. Nos sirven para tapar a los otros. Sin embargo, basta con mirar un poco en torno y ver, en las noches heladas, las siluetas guarecidas en los quicios de los portales, los montones de harapos jadeantes que reposan en los bancos públicos, las figuras escuálidas que escarban en los contenedores.Los mecanismos de amparo han ido desapareciendo. A nadie se le oculta que ha habido épocas socialmente mucho más dramáticas que ésta, en la que el regreso de la mendicidad no es más que un remedo. En ese largo tiempo se crearon instituciones públicas y privadas que procuraban atenuar el sufrimiento de esas capas marginadas. Beneficencia o caridad fueron términos que tuvieron un prestigio, y lo fueron invirtiendo por la razón de que, aun conservándose todo el valor individual o moral de ese ejercicio, la sociedad debía atenderse a sí misma de forma más organizada y más justa, más obligatoria y menos voluntaria. Por tanto, las instituciones fueron desapareciendo o conservándose en estado latente. Ahora no es suficiente el sistema, la Seguridad Social no llega y la beneficencia se ha quedado con pocos canales. Esto hace que la situación del nuevo pobre, del coyuntural y no del profesionalizado -que sigue siendo una mayoría enorme-, sea decididamente desesperada. Cuesta trabajo pedir el regreso a la caridad; pero sí se puede exigir que las instituciones dispongan de canales y de sistemas para que nadie muera de frío o de hambre. Podemos avergonzamos de que vuelvan a hacer falta comedores, roperos o refugios, pero no debemos evitar esa vergüenza propia fingiendo que no son necesarios y que no corresponde a la sociedad civil. No basta cubrirse con la expansión de la idea de que los mendigos son ricos y nos engañan, o con las también antiguas frases de que "no quieren trabajar", son "vagos" o "prefieren, en el fondo, vivir así". No hay nada más real que la noción de que la crisis económica, que es profundamente fuerte, ha aumentado en mucho la existencia de los desamparados y que todavía se pueden hacer muchas cosas para evitar que mueran de depauperación o que se vean conducidos a la delincuencia.

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