El lenguaje económico en la política
El comienzo del año provoca de nuevo un aluvión de comentarios sobre la marcha del año anterior y la del presente en lo económico. Cifra tras cifra, los analistas volcarán su sabiduría para valorarlo. Cada cual, además de su personal estimación de las cifras, buscará evidencias en ellas a favor o en contra de determinadas hipótesis, desde el Gobierno a la oposición, pasando por otras instituciones y personas privadas. ¿No entramos, con este baile de números, en un discurso enajenado y enajenador? Con esta dialéctica aritmética -dice el autor- se hurta a la consideración pública el análisis de problemas no económicos de mayor importancia para nuestra vida colectiva y, lo que es más grave, ni siquiera se revela el verdadero estado de la situación económica en sus vertientes positiva y negativa.
El tratamiento público de la problemática económica se beneficia hoy de las simplificaciones que la ciencia económica logró con la construcción de la macroeconomía.En efecto, a base de considerar los grandes agregados económicos es posible ofrecer, en la jerga usada por la profesión, una atractiva descripción del funcionamiento de la economía, explicando, por ejemplo, cómo crece la renta nacional cuando lo hacen el consumo, la inversión o las exportaciones. Estas descripciones resultan ser peligrosas simplificaciones pedagógicas, lo que se olvida con más frecuencia de lo que debiera fuera de las aulas y, en especial, por los economistas.
Distintos significados
Y es que el modelo tiene -o debiera tener- un diferente significado para el profano -que lo asume en su entera simplicidad- que para el profesional -que conoce por lo menos algunas de sus ocultas complejidades- Y lo mismo sucede con los vocablos de la jerga económica con los que el modelo se explica. Su significado es distinto para unos y para otros.
En la terminología de la lingüística de Saussure diríamos que los mismos vocablos (significantes) tienen, sin embargo, distintos significados según quien los usa, como consecuencia de la generalización de su uso en el lenguaje cotidiano y ordinario.
Pues bien, esos diferentes significados impregnan y confunden los debates políticos sobre la situación económica. El vocabulario de los macroeconomistas les sirve a los políticos para analizar la situación económica en términos de simplificación extrema. Convenientemente valorados en números, índices, tasas y porcentajes, se discute con calor el significado que cada protagonista atribuye a los vocablos económicos.
Ese lenguaje produce una evidente y muchas veces deliberada elusión que permite esquivar el análisis de los elementos esenciales que configuran la realidad cotidiana. La simplificación conduce, pues, a una visión incompleta de lo que sucede en la realidad. Se discute simplemente sobre números.
De esos significados simplistas se deducen proposiciones ilógicas del tipo "todo crecimiento económico es bueno", "todo déficit es malo", o se infieren relaciones puramente aritméticas entre paro y crecimiento o inflación y déficit exterior, etcétera. El problema se complica cuando las proposiciones se ilustran con números.
Ausencia de rigor
En efecto, dado que uno de los aspectos de las dos Españas es la división radical de los españoles entre los de ciencias y los de letras y dado que son los españoles de letras los que proporcionan el contingente más numeroso de nuestra clase política, se tiende inexorablemente a un tratamiento poco riguroso de los aspectos matemáticos (aritméticos) en las discusiones políticas. La, confusión es fácil al hablar de índices, tasas, incrementos relativos, etcétera.
Discusiones sobre dos décimas de más o de menos se presentan como la cruz del debate sobre la felicidad de los españoles, cuando en términos realistas no tienen sentido y sería más útil y clarificador llevar los temas por otros derroteros, en los que además los políticos se manejarían con más soltura.
Por supuesto, sin llegar nunca al otro extremo del lenguaje, en el que se utiliza la metáfora o la comparación (el enfermo o el túnel, para referirse al estado de la economía o a la crisis en la que vivimos), con el que se elude al menos tanto como con el lenguaje críptico-cifrado.
Sociedad cerril
Lo que no es fácil es saber el resultado del empleo de este lenguaje ante el país. Desde luego, se produce un emprobrecimiento y embrutecimiento de cualquier exposición que siga estos derroteros.
Es un camino, en efecto, de perder altura intelectual. Además, caben al menos dos posibilidades. En primer lugar, algunos deben pensar que la economía no es de tan difícil manejo y que señalando unos objetivos de, crecimiento económico, por ejemplo, debe ser fácil impulsar las otras variables a niveles que permitan el logro de ese objetivo de forma mecánica. Otra reacción puede ser la de sentir que esa economía denominada de laboratorio no tiene nada que ver con la vida y las dificultades cotidianas de la ciudadanía.
Los políticos, como los restantes ciudadanos de este país, son víctimas del desprecio de una sociedad cerril hacia la enseñanza del lenguaje, desprecio que no se ha producido, en cambio, en sociedades mucho más desarrolladas que la nuestra.
Por ello, al político le resulta difícil seguir el consejo centenario del inmortal poeta y sabio embaucador que fue Gonzalo de Berceo de hablar, en el fondo y en la forma, el lenguaje "que suele el pueblo hablar a su vecino". Por el contrario, se agudiza cada día más la distancia lingüística y física entre quienes hablan el bárbaro lenguaje llamado culto y aquellos que conservan el tesoro del lenguaje coloquial, lleno de hermosura y sencillez.
Y que en política caben otros lenguajes ante la economía está claro. Para quien haya leído algunos de los debates de nuestras Cortes de la República, por ejemplo, resulta claro que la exposición de aquellos políticos, de la derecha y de la izquierda, era no sólo más rica de verbo, sino, sobre todo, más rica de sustancia.
Ello puede atribuirse a la imposibilidad de refugiarse en los inventos de la macroeconomía, que ha permitido a los políticos de la actualidad seudotecnificar la exposición económica y lograr un falso rigor que, como se ha dicho alguna vez, presenta todas las características del rigor mortis.
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