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¿Cuadra la enseñanza con el negocio?

El tema hace actualidad incluso para quienes no somos docentes pero captamos al vuelo. La enseñanza, la docencia, pues sí, a primer nivel elemental, ciertamente. Todo enseñante creo que bien puede vender su producto al discente. Su trabajo ha costado al maestro adquirir sus conocimientos, tiene que amortizar y ganarse con el esfuerzo su pan de cada día. Entonces contrata con el discípulo. Precisamente porque lo suyo de él es tan primario para la vida del hombre como las lechugas y el pescado, que también pueden hacer negocio. Opino sin rubor que por este espacio podrá caber el abuso, pero el derecho es indiscutible.Mas hay, se da, otro nivel. El docente necesita para el ejercicio de su servicio de no poca ni fácil instrumentación, la que tampoco puede exigirse del discente. Y surge la figura del tercer hombre, el que proporciona al binomio docencia-discencia todo el cúmulo de medios indispensables para que se componga la figura. Ya la estampa de Sócrates y su muchachada al aire del ágora nos cae muy lejos, y con el tiempo la instrumentación de la enseñanza se complica asombrosamente. Sociedad mercantil, tiene que surgir y suirge el dicho hombre tercero, que sin ser docente ni discente, reconózcase, es imprescindible, pero...

Y aquí es donde y cuando el caso se nos enreda y bien, porque el producto que va a proporcionar dicho señor -personal o imperserial- es de tal originalidad que no cuadra con los otros bienes, o valores del mercado. Diría que la enseñanza no se cotiza en bolsa. Y por dos luces ineludibles; la docencia -que no se identifica en todo con la educación, pero éste es otro tema- no es un bien consumible, sino asumible; no hace entonces serie con los bienes necesarios del mercado elemental; no es fácil de valorar, no es cambiable en el sube y baja mercantil, depende de factores de otro tipo. Y lo que da al caso más gravedad y nobleza: en la enseñanza, el maestro no da meramente, se da originalmente; lo que transmite, aprendido y asumido por él, es ya parte de su mismidad. Toda docencia, de puro elemental, es propia donación de un hombre al otro. Y por ello empareja con el amor, con todo amor en el que el dador o amador da dándose.

¿Especulaciones? Opino, aunque sin los segurismos del perito, que no, que en tal cavilación se encuentra el meollo del caso. A este nivel ya no puede cuadrar la enseñanza con el negocio, porque nos hallamos en el maravilloso mercado primero, el del ser humano capaz de darse a sí cuando presta un servicio al otro, bien amando, bien ensefiando. Y, ¡claro es!, nos asalta lo dicho en la Carta de los Derechos Humanos, los hombres no pueden traficar con otros hombres, nadie puede servirse de la intimidad de otra persona a su servicio. Cuando los negreros, sí, entonces había mercado humano descarado; hoy, algunos sospechan que sigue habiéndolo, pero bien camuflado. Reconozco, debo reconocer, que el terreno de este caso es resbaladizo y que me puedo estar pasando, pero para iluminar un tanto, consciente de lo crudo y desagradable de la comparanza, se me va a permitir citar la estampita de un hecho un tanto paralelo, aunque bien distante.

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Y lo sacaré a luz apelando al humor de Muñoz Seca en La venganza de don Mendo. No recuerdo bien el verso, pero rimaba con el "atribulo...",/... "este nombre es el de chulo". Y, efectivamente, lo de la clásica y vergonzosa chulería pertenece aún al mundo de la prostitución, en el que no pocos terceros hombres ponen a las profesionales, que no sólo dan, sino se dan, las ponen de todo, instrumentaliz ando su servicio de ellas para quedar-

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se con parte de los beneficios.

Seguramente ellas, sin el apoyo de tales benefactores que les proporcionan casa, dormitorio, incluso bar, discoteca, lo que sea, ellas no podrían ejercer su lamentable pero tan antigua profesión. Renuncio entonces a perfilar o insistir más en lo que considero sumamente crudo y hasta fuera de tono y elegancia.

Mas no me resisto a dejar de reconocer una distinción notable, la que pone en juego lo de la ideología. En la prostitución no hay ideología que valga; todo lo contrario, en la enseñanza ella hace base. ¿Quién lo duda? Pero la diferencia no niega lo dicho o apuntado, lo diferencia no más. Y alguien, mordiendo en el caso sarcásticamente, saldría con aquello, que a mí no me puede ir, lo del chulo a lo divino, realmente insoportable.

De todos modos, late todavía la gran cuestión: el tercer hombre es insustituible y, según lo dicho, con el peligro de una estampa no muy agraciada: entonces, ¿qué?, ¿cómo resolver el caso? La respuesta es bien elemental; como se ha ido resolviendo siempre en la antigüedad y hasta en el presente cuando se ha podido evitar la figura mercantil: a base de generosidad, de servicio. El tercer hombre no ha de ser un negociante, sino un cooperante del docente para que éste ejerza su oficio. Y así fue, durante siglos y siglos únicamente la Iglesia y sus congregaciones fueron centros de enseñanza, siglos y siglos. No buscaban lucrarse ni en los monasterios ni en los convictorios -no digo que no se lucrasen, sino que no buscaban lucrarse-, y esto se ha olvidado hoy por no pocos que debieran reconocer que, en la atención a la salud y a la docencia, la Iglesia fue en cabeza y que gracias a ella nos hallamos hoy donde nos hallamos, tras la antigüedad y en la decadente modernidad. Y en lo hospitalario, la Iglesia fue cediendo a medida en que se secularizaba la polis y en la enseñanza lo mismo. Lo que ayer era un servicio en caridad hoy lo es en justicia. La Iglesia fue cediendo su asistencia hospitalaria, y vio y ve cómo la nueva concepción laica del Estado reclama, paso a paso, lo de la enseñanza para ocupar el papel del tercer hombre, que ya es el de la colectividad entera. (Resta lo de la educación, que no enseñanza, pero éste es otro lado del tema, en el que no entro, aunque hay que volver a decir que ya en latín docere no significa educere.)

Y como colofón, aunque bien lejano de una trifulca de la que no alcanzo todas sus dimensiones, me atrevo a hacer lo que no es usual al pergeñar un artículo: brindárselo a un señor a quien no tengo apenas el gusto de conocer: José María Maravall.

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