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Liquidación de panteones

Hubo una época -cuando había dinero- en la que los anuncios publicitarios cumplían la función de reclamo para la que fueron inventados: crear necesidades. En cierto modo, crear realidad. Y la creaban: neveras, lavadoras, lavavajillas, sistemas de calefacción o refrigeración, muebles de tal o cual estilo, dormitorios, comedores, cocinas, cuartos de baño, por no hablar ya del coche. Una realidad que modificó la vida no sólo de Inés no sé cuántos, o de su amiga, la señora Encarna, o de Teresa, la vecina, sino también la de los maridos, el de Inés, el de Teresa, el de la señora Encarna. Ahora, en cambio, la función de esos anuncios es más bien testimonial: no crean una realidad; la reflejan, en ocasiones patéticamente. Ni que la gente hubiera dejado de inventar. Mayor blancura, mayor brillo, sí. ¿Y a mí qué?, se preguntará Teresa. Las novedades de ahora resultan excesivamente abstractas -fotocopiadoras, computadoras-, y ni ella ni la señora Encarna o Inés les ven el aliciente. Lo único con verdadero gancho es el vídeo; ni necesita que lo anuncien. Pero un vídeo no está hoy por hoy al alcance de todos.Los anuncios, especialmente los anuncios televisivos, contíenen un segundo mensaje implícito: emular al prójimo. Haga exhibición de lo que se ha comprado, páseselo a los demás por las narices. Ama de casa contra ama de casa, marido contra marido, coche contra coche, piso contra piso. Porque era cierto que Inés y Teresa solían intercambiar hallazgos y consejos, comparar blancuras y brillos, pero de paso aprovechaban para mostrarse mutuamente las últimas adquisiciones, las últimas reformas introducidas en el piso, una desafiante demostración de prosperidad que merecía recibir la adecuada respuesta lo antes posible. El efecto tam-tam, el tercero de los mensajes subliminales contenidos en los anuncios.

No era ya mera cuestión de que tal marca de televisor o de lavadora fuese superior a tal otra. Había, además, cuestiones de concerito, palabras como diseño, línea, estilo, cuyo significado había que saber captar. El concepto de cocina amueblada, por ejemplo, una cocina forrada de madera, una cocina en la que se pudiera comer los días de cada día, como los americanos. Y el toque de distinción de los azulejos italianos del baño; y de la grifería, y de la línea de los sanitarios. Y el estilo del comedor -Teresa prefería el modelo Versalles- y de la sala de estar -Teresa prefería el modelo nórdico, era como de más categoría-, del dormitorio -cabezales y puertas de estilo español, con un crucifijo muy sobrio y pieles de cabra en lugar de alfombrillas-. Detalles, sí, pero de gran importancia; justo lo que diferenciaba a una persona de gusto de una persona sin gusto. El marido de Teresa era ebanista y a través de los pedidos Teresa había descubierto que los ricos sabían casi siempre todo eso; de ahí que apenas si hacían caso de los anuncios. La gente como ella y su marido, la gente que había prosperado, no tenía, en cambio, más guía que los anuncios. Y los obreros, aunque en su día hubieran manejado dinero, ya no tenían ni idea. No sabían que el secreto estaba en los detalles. La Encarna, por ejemplo, que se venía de charleta en pijama, con bata y la cabeza llena de rulos; cosas que no se hacen. Como eso de que en verano la niña se le pase el día en la terraza llevando un bikini de lo más provocativo -así le está saliendo la niña-, y el marido, en camiseta, se asome a darle palmaditas. Y es que no saben, eso es lo que pasa; que son unos ignorantes. A veces Teresa no se quita el chándal en todo el día, pero el chándal es diferente. Además, ¿qué importa ya?

Malos tiempos, ahí está lo que verdaderamente le preocupa: que las cosas no marchan. El marido no lo dice, pero Teresa se entera igual. Y lo comprende: no le pagan, le devuelven las letras, y entonces él tampoco puede pagar sus letras y se las protestan y le amenazan con embargos y a este paso pronto va a tener que cerrar la tienda. La vez aquella en que se presentó su hermano y ella le enseñó el piso; recuerda que fue justo después de que hubieran sustituido el mármol blanco de la cocina por esa piedra oscura y brillante, como con escamas de pescado dentro, que hay en el vestíbulo de algunos bancos. Y de que estrenaran el papel rameado de las paredes y la puerta de la entrada, de madera noble. ¡Menudo panteón os habéis montado! fue lo único que se le ocurrió decir al hermano. Y encima va y le pide dinero prestado al marido, y el marido se lo da aunque no le puede ver porque dice que es un manta que se las arregla para vivir sin dar golpe. O tal vez se lo dio precisamente por eso.

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A decir verdad, no acababa de entender a su marido. Cuando lo conoció era ya ebanista, y no simple carpintero como al dejar el pueblo. Allí había sufrido un accidente, unos tablones que se le vinieron encima. Pero el que hablara poco se debía a que era un hombre con cabeza. Un hombre que piensa, se había dicho Teresa. Y si su vida sexual era más que mediocre, por decirlo de alguna manera, a juzgar por las bromas y confidencias que intercambiaban al respecto sus amigas y vecinas, era también por eso, porque pensaba. A menos que las otras lo intuyeran y contaran todo aquello adrede, para chinchar. La prueba era que de carpintero había pasado a ebanista y que de trabajar para otro había pasado a ser propietario de una tienda de muebles. Pero ahora el negocio se hundía y de seguir así tendrían que acabar cerrando. ¿Cómo iban a vender un solo mueble si el barrio estaba lleno de pisos en venta? Y encima el suegro les escribía desde el pueblo diciendo que allí no se notaba la crisis, que mejor harían volviendo. Y ni siquiera el coche que se habían comprado, lo mejor del mercado nacional, llamaba la atención de nadie. ¡Cuando lo comparaba con el primero que tuvieron, aquel pequeño Renault azul Capri! Ahora, o coche de importación o nada.

Los dos ahí cada noche, en silencio ante la tele, ella en su profunda butaca y él, muy tieso, en una silla, donde decía que se encontraba más cómodo. A veces Teresa tenía la sensación de estar en el escenario de un teatro. ¿Qué hacía ella allí con aquel hombre? Antes creía que él pensaba, y estaba equivocada. Si pensaba, pensaba tonterías. O sencillamente, con aquella cara de aturdimiento, como si en su cabeza resonaran a un tiempo todos los ruidos de un taller de carpintería, no pensaba. Vamos, que era tonto.

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