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Tribuna:El asno de Buridán
Tribuna
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El error humano

Cuando está uno fuera de España, las noticias que nos van llegando se deforman y cobran unos contornos diferentes y no poco confusos y difuminados. Si el leer la Prensa es vicio que condiciona hasta el punto de que no se consigue cambiar de periódico sin sumar desconcierto, cuando hay que echar mano de los diarios extranjeros resulta difícil, al menos para mí, hasta reconocer el mundo familiar que se nos aparece, como un fantasma zascandil y huidizo, cada mañana.La sucesión de catástrofes aéreas que han sacudido últimamente al aeropuerto de Madrid -una sin que el avión lograra alcanzarlo, y la otra sin que los dos aviones consiguieran dejarlo atrás- me ha pillado a contrapié y fuera de España. Teniendo en cuenta las escasas probabilidades de que algo así suceda, y cruzando y combinando mis continuos viajes con los ya casi habituales riesgos de accidente, no es cosa que me cause demasiada extrañeza. Hace raro, sin embargo, muy raro, el contemplar en la primera página de un periódico foráneo, y prácticamente incomprensible, las noticias que se refieren a España. Lo doloroso y amargo y desorientador es ir buscando, con muy ignorante paciencia, los nombres propios con la secreta esperanza de que no aparezca el de ningún amigo entre la prosa y aun el alfabeto indescifrables.

Desde fuera del país, los accidentes en el país propio son siempre algo muy cercano, aunque lo suficientemente disimulado por la rareza como para que todo se vea de otra forma. Uno puede, además, ir recogiendo comentarios e interpretaciones, que siempre dan una imagen distinta a la que se recibe leyendo la Prensa indígena, y el dolor queda diluido entre frías estadísticas y muy sesudas manifestaciones acerca del porqué de aquello que, en realidad, no tiene -ni tampoco precisa- explicación distinta del dolor. No voy a hurgar en la búsqueda de responsabilidades, que quizá nunca llegará tan lejos como debiera, ni tampoco he de insistir en las argumentaciones acerca del costo de los equipos técnicos necesarios fiara evitar esos riesgos patentes, pero me gustaría aprovechar la ocasión para meditar un poco acerca de la solución mágica a la que llamamos error humano.

Cuando en un accidente hablamos de error humano estamos, en realidad, refugiándonos en el atávico recurso de atribuir espíritu a las máquinas. Todos los errores son humanos, ya que jamás puede la máquina hacer más cosa que ajustarse a la actividad para la que fue creada. Si un neumático estalla en plena carrera del avión a punto de despegar, o bien fue diseñado para soportar menos peso, o velocidades más bajas, o se construyó defectuosamente, o no fue adecuadamente revisado, o la pista tenía un firme inapropiado e inaceptable. La culpa sería del ingeniero, del piloto, del mecánico de mantenimiento, del constructor del aeropuerto, de su director o quizá de todos ellos al alimón y juntos, pero no del propio neumático. Las cosas no tienen la voluntad necesaria para acertar o equivocarse, a menos que estemos dispuestos a confundir nuestra propia ignorancia con la dudosa sabiduría del mundo inanimado.

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Pero en tanto en cuanto que el azar existe, aparece de inmediato una excusa para la incompetencia. Una bandada de pájaros puede abatir casi instantáneamente cualquier avión con turbinas. ¿Quién podía preverlo cuando sucedió por primera vez tal cosa? Pero quizá habría que empezar a sospechar acerca del azar y el destino si los aviones insistieran en caerse envueltos en bandos de gaviotas chamuscadas. El destino no es rígido e imprevisible más que en la medida en que nos empeñamos en retratarlo así. Hay pueblos que creen en la absoluta irresponsabilidad de todos los que se encuentran sujetos a lo necesario e ineludible; y hay otros, por el camino contrario, que se resisten a dar carta de naturaleza a la suerte o la desgracia y buscan, con machacona insistencia, a los culpables de cualquier lance desdichado. Pudiera ser que la primera de esas actitudes nos condujera a una sosegada esquizofrenia, y la segunda, a la más alborotada paranoia, pero si, en el fondo, hay que optar por una u otra locura, prefiero asumir el riesgo de identificar las responsabilidades.

El espíritu en la máquina es la prolongación de una conciencia que se sabe imperfecta y dada al error. No hace falta antropomorfizar (perdón) los aparatos para imbuirles todos esos defectos, que sin duda habrán de manifestarse, pero tampoco es cosa de traspasar y trascender, con el error, la culpa. Si hemos de aceptar que todo accidente está en el fondo causado por un error humano -un error de perspectiva, de ignorancia, de miedo o de ansiedad-, tendremos que irnos acostumbrando a llevar hasta sus últimas consecuencias la eliminación del azar. Hace ya mucho tiempo que Kant nos enseñó a no convertir a los hombres en cosas, bajo riesgo de transformar en algo inútil el mundo de la moral. Es ése un pensamiento de especial interés en nuestros días, cuando no pocos hombres figuran tan sólo como una cifra en cualquier ecuación de pérdidas y ganancias. También sería oportuno esforzarse en evitar lo contrario, mudando las cosas en hombres y elevando el error humano a la categoría de imponderable.

© Camilo José Cela, 1983.

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