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... Y la vida era la luz de los hombres ...

La Navidad, el nacimiento de Cristo, que muere en una cruz para la salvación de todos los hombres, coincide con el solsticio de invierno, que es cuando el sol se halla en el trópico de Capricornio. Desde el solsticio de verano, cuando el sol brilla en el trópico de Cáncer, el astro rey del universo humano ha ido decayendo, en el hemisferio norte de la Tierra, hasta el punto de su mínima presencia. A partir de él el sol renace de ese apagamiento mortecino para ascender a la plenitud de la verticalidad de su presencia en el centro del verano.Pero además de lo que acaece en esa órbita planetaria, el sol muere y renace cada día; sin él, sin su luz diaria, la Tierra sería una pura tiniebla o tinieblas, esas que en el principio de la creación "cubrían la superficie del abismo".

El hombre, esa criatura excepcional entre todas las criaturas creadas, ha sido consciente desde siempre: de ese misterio de la luz y las tinieblas, y se ha preguntado el porqué de lo uno y de lo otro. Porque el hombre no sólo vive su vida, como todas las demás criaturas vivientes, sino que se cuestiona la razón de esa vivencia, siendo consciente de que es algo que él ha recibido y sobre lo que puede actuar, pero que no depende de él, sin ser él tampoco una pura pertenencia, sino un ser libre.

Del hecho de que la energía solar es fuente de luz y de vida han nacido todas las mitologías solares, que han endiosado al sol o a los dioses, o semidioses, o seres humanos, o sobrehumanos, asimilados de alguna manera al principio de vida que representa la luz y, específicamente para nuestro universo, la luz del sol. Estas mitologías lucíferas son muchas, en el fondo las más importantes, las más consistentes de todas ellas. Lucifer, príncipe de las tinieblas, quiere decir etimológicamente "el que lleva la luz", que es el nombre que se dio a Cristo en los primeros siglos de la Iglesia, porque Cristo es "la luz que brilla en las tinieblas"; pero este altísimo nombre se degradó desde que Isaías dijo de él: "Cómo has caído del cielo, astro rutilante, hijo de la aurora". A mediados de la XVIII dinastía egipcia, en el siglo XIV antes de Cristo, se dibuja en el pensamiento egipcio un fuerte movimiento a favor del culto solar; el dios-sol tiene una acción providencial sobre todos los seres creados, especialmente los vivientes, hombres, animales y plantas. Y de la compleja mitología griega se puede sacar el dictum que de la oscuridad y la muerte nació el amor, y por su nacimiento la verdad y la belleza comenzaron a ahuyentar la tenebrosa confusión. El amor creó la luz con su compañero, el radiante día; y en las mitologías de Mitra, Apolo y Agni se coincide en esa misma concepción solar y luminosa. Pero no se puede, "y además es imposible", traer a colación todo el inmenso mundo -muerto religiosamente, vivo poéticamente- de la mitología. Baste recordar el anuncio del nacimiento virginal de un niño que ha de salvar al mundo, en la égloga IV de Virgilio, también virginal poeta.

El hecho es que la Navidad coincide con el solsticio de invierno, como hemos dicho, y que, efectivamente, el solsticio de invierno ha dado pie y funda-

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mento a muchas de esas mitologías. Frente a este hecho hay dos tomas de posición: una es la de que Cristo no es sino un mito más del antiguo y universal culto a la luz y al sol; un mito final condenado a muerte, como todas las mitologías al alborear la ciencia y la técnica modernas, es decir, la verdadera luminosidad de los hombres.

Pero hay otro enfoque de este asunto -mirado con otros ojos que los de la cara- y radicalmente distinto. Antes de Cristo ha habido humanidad, es decir, hombres y mujeres, criaturas de Dios como todo lo creado -pero caídos en un desorden y una tiniebla, ambos misteriosos, pero reales-, en los que alentaba un anhelo, una esperanza, una nostalgia de esa luz que está en el origen de toda vida y, por consiguiente, de la más alta forma de ella que es la vida humana. El hombre, aun el más primitivo -el de los grupos aborígenes amazónicos hoy vivientes no se ha contentado nunca con la naturaleza, ha buscado por mil caminos, todos diferentes, y en el fondo iguales, una sobrenaturaleza; una naturaleza no maldita, sino bendita, amiga, no hostil al hombre, y un salvador que les llevara a ella. La humanidad se salva en Cristo, pero no empieza con Él, sino antes, mucho antes, en un origen oscuro, indescifrado y seguramente indescifrable. Cristo, el Mesías, el enviado, vino a cumplir esa esperanza, no sólo específicamente de los hebreos, sino de toda la humanidad.

Ese es el sentido de la Navidad; un sentido religioso que es el suyo propio hoy, y ayer y para siempre, como mensaje de salvación. Pero hay que decir que también es cultura. Cultivar es preparar la tierra y plantar y cuidar lo plantado, regando, abonando, podando y tantas cosas que aplicadas sobre sí mismo hacen de él, de su cuerpo y de su alma, un ser cultivado, culto. Es verdad que el intelectual san Juan Crisóstomo dice: "Dios no hubo necesidad de sabios al principio. La verdad sobrenatural no precisa de terrena sabiduría, ni de retórica la fe. Dios se escogió pescadores sencillos. Sólo después eligió entrenados oradores". Pero la fe pide también inteligencia. La fe ingenua de los pescadores de Galilea y la sabiduría vetero-testamentaria de Pablo, el último llamado de los apóstoles y el primero en descubrir la infinita novedad de la "buena nueva", se encontró ante el muro del pensamiento helénico, que era una construcción formidable.

El platonismo, el estoicismo y el cinismo eran las tres principales corrientes de esa forma de pensar, tan humana, que sigue viva después de 26 siglos. Las ideas platónicas, eternas e inmutables, sobre todo la idea central de lajusticia; las terribles, implacables virtudes estoicas, que el cristianismo va a dulcificar y a humanizar; el despego de Diógenes del mundo, del poder y de la gloria, su pobreza y su austeridad. Con todas estas cosas se encontró san Pablo, en cierto modo, en el ágora cuando les predica a los atenienses la historia de un Dios desconocido, muerto en la cruz y resucitado.

Será san Justino el primer filósofo antiguo y mártir del cristianismo. Pero es en Alejandría, la Atenas de entonces, donde se produce el encuentro entre helenismo, judaísmo y cristianismo.

Allí se inicia una verdadera cultura cristiana, y en la misma línea de reconciliación de la fe y la razón, le siguen a Orígenes, san Basilio, san Gregorio de Nacianzo y san Gregorio de Nisa, en Oriente; y en Occidente, san Jerónimo, san Ambrosio y, sobre todo, san Agustín. Este último, que consideraba divinos los textos ciceronianos que le traían el platonismo y el estoicismo helénicos, cuando queda convertido por los Evangelios que le llegan de la mano cristianamente ansiosa de la madre, vino a hablar de las grandes virtudes romanas como encarnación de sus grandes pecados. Es verdad que Tertuhano representa la reacción de la pura fe evangélica y escriturística contra el veneno: del paganismo "asesino del alma", pero la reconciliación entre razón y fe acaba imponiéndose, y de ella va a salir el mundo de las universidades, que son en todo Occidente de raíz cristiana y las matrices donde se forma toda la cultura occidental.

Y en cuanto al arte, que es como la gloria de la cultura, ¿qué sería del Occidente y del mundo sin la arquitectura, la escultura, la pintura, la música y todas las artes grandes y pequeñas, populares o elitistas, con las que se ha exaltado la figura de Cristo?

Cristo nace en el solsticio del invierno, y a partir de ese momento la historia de la humanidad se divide en antes y despuési, de Cristo. Ningún otro ser, ningún otro acontecimiento histórico, ningún fenómeno de la naturaleza, puede sustituir esta divisoria, esta frontera. Este nacimiento de Emmanuel -Dios con nosotros- de una virgen llamada María es el que celebra una gran parte de la humanidad, con una irradiación a toda la Tierra, el día de Navidad. Da tristeza pensar que pueda haber formas de intelligentia que quieran amortiguar esta alegría, esta alta esperanza, y que esto se quiera hacer en nombre de la ciencia y de la técnica. Por eso se aprecian más las palabras de un hombre genial, perteneciente a esa intelligentia, cuando dice (traduzco del francés) "Mi horror de la ciencia y nú odio de la tecnología me llevarán finalmente a esa miserable creencia en Dios" (Luis Buñuel); y en un post escriptum: "Lo anterior sirve de mi testamento definitivo".

Yo suscribo esto, porque la miseria del hombre es precisamente lo que le lleva a creer en Dios, aunque sin horror ni odio, ni a la ciencia ni a la tecnología.

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