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El petrolero de Taiwan

Tras un noviembre lluvioso -y las precipitaciones, en muchos puntos, no han tenido un carácter benéfico-, parece que pronto regresaremos a nuestro casi habitual régimen de sequía. De seguir las cosas así, dentro de poco volverán a encenderse las luces de las alarmas, pues las lluvias otoñales no han servido hasta ahora más que para paliar una escasez extrema, pero no para reponer unas reservas que permitan contemplar el futuro hidráulico con cierta tranquilidad. Quizá el público ignora que entre el puerto de Lavéra, en el sur de Francia, y Tarragona se ha contratado un puente marítimo, servido por un petrolero alquilado en Taiwan que transporta en cada viaje 83.000 toneladas de agua dulce facturada por la Société du Canal de Provence para su consumo en la factoría tarraconense de Empetrol. La noticia ha despertado la atención de los círculos consignatarios, interesados desde hace mucho en aprovechar los retornos en vacío de los petroleros, que, en lugar de volver a Oriente Próximo con balasto de agua salina, podrían hacerlo, con gran provecho económico, con agua dulce, que goza de un elevado precio en los sedientos Emiratos; hasta ahora, ese económico trasvase (por paradójico que parezca) no ha sido posible por las dificultades de la limpieza de los fondos de los tanques tras cada descarga y por la impredictibilidad de los fletes, sujetos a las fluctuaciones del mercado de los crudos. En vista de eso, españoles y franceses decidieron dedicar el petrolero de Taiwan al transporte exclusivo de agua dulce, creando un precedente que puede arrojar una sombra bastante tenebrosa sobre nuestro futuro. Es muy posible que el público también ignore que para el abastecimiento de agua dulce a la factoría de Empetrol se construyó a finales de la década de los setenta la presa de Gayá, sobre el río del mismo nombre, con capacidad de embalse de unos 70 hectómetros cúbicos (o sea, casi 1.000 veces el volumen de agua transportado en cada viaje por el petrolero de Taiwan), pero que, a lo que se ve, ha sido incapaz, por culpa de la pertinaz sequía, de garantizar el suministro ele agua para el que fue erigida.Me parece que el ejemplo, con ser cireunstancial y posiblemente pasajero, es bastante expresivo de la insuficiencia de que en nuestro país adolecerá aquel plan hidráulico que confíe la dotación de agua de toda una comarca al aprovechamiento de su río o de su cuenca. Cuando ni los tarraconenses, ni los catalanes, ni los habitantes de la cuenca del Ebro, sino todos los españoles se han quedado, por su imprevisión, cortos en la dotación del elemento más vital, no queda otra solución que comprarlo en Francia y transportarlo por mar a un precio que, supongo, mejor es no saberlo.

Se puede argüir que el ejemplo citado no es más que un caso aislado, que apenas tiene repercusión en el resto del país, y que en cuanto llueva y el Gayá aporte lo que estadísticamente se espera de él el mal quedará remediado. Entre los males que produce la sequía no sólo se han de contar los directos, como el del ejemplo aducido -esto es, todas las pérdidas provocadas por la falta de agua y los sobrecostes exigidos para garantizar las dotaciones mínimas, como los transportes en cisternas, sean sobre camión o sobre barco-. Con mejor o peor resignación y cuantiosas pérdidas, la sequía se sobrelleva con rernedios de urgencia hasta que un día quede solucionada por un régimen de lluvias abundantes. Y sólo en la medida que da la esperanza en la llegada de ese día se arbitrar esos remedios y se puede seguir viviendo en un país que depende, como cualquier otro, de las nubes.

Entre los males indirectos me atrevo a colocar en primer lugar la culpa que se atribuye -en muchos casos con justicia- a la sequía de la insuficiente respuesta hidráulica a la siempre creciente demanda de agua de la población española. La definición de la culpa, en este caso como en tantos otros, y la determinación del culpable eximen de responsabilidad a otros implicados en el caso y permite a la sociedad declararse inocente, que es el estado en el que más le agrada vivir. Cuando existe culpa y culpable, pero este último no se deja castigar -como es el caso de las huidizas nubes-, la sociedad no dejará de aplicar el correctivo, aunque sea ineficaz, a fin de hacer patente su sacra inocencia. Se recordará que el rey Jerjes mandó azotar con cadenas al furioso Ponto, que se había permitido, con un rasgo de mal temperamento, desbaratar el paso del ejército del persa a través de sus líquidos lomos. La sequía agudiza y encona el problema de cómo dotar de agua a una población, pero no lo crea; quien lo crea es la propia población; la sequía provoca remedios de emergencia, y a veces soluciones ingeniosas que discurre el hombre por primera vez y que pueden suponer un salto adelante en su cultura y en su técnica (efecto contrario al que puede producir el petrolero de Taiwan), pero también oculta el anterior período de imprevisión que ha desembocado en la actual escasez y demora la corrección definitiva (en términos técnicos, eso quiere decir la cobertura de la demanda para un período dado), que bien puede esperar un poco más, por cuanto la sociedad, con sus actuales recursos, se ha demostrado capaz de superar la peor de las crisis; la sequía, por último, no es más que el agravamiento súbito de una enfermedad crónica, y sólo buscando el remedio de ésta se podrán evitar los graves quebrantos que provoca en circunstancias adversas.

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Ese crónico malestar no se puede imputar, como normalmente se hace, a una técnica que se ha quedado atrás en su obligación de cubrir las demandas más elementales, de la misma manera que, por incompetente que sea, y a no ser que su intervención origine una dolencia peor que aquella que debía sanar, no se puede imputar al doctor el origen de la enfermedad. La enfermedad -que no se olvide- se ha originado en la sociedad: por haber crecido demasiado en poco tiempo, por haber creado unas necesidades antes de fomentar los recursos con que satisfacerlas o, sencillamente, por avaricia -entendiendo por tal tanto la resistencia a hacer un gasto muy elevado que no se considera por el momento imprescindible cuanto el falso,concepto de propiedad de un bien que, por consiguiente, se estima no enajenable, aún cuando su retención no reporte beneficio alguno al supuesto propietario-. Me temo -temor bastante fundado y algo sobrecogedor- que entre las virtudes que adornan al tan cacareado Estado de las autonomías será difícil encontrar la generosidad; bien es cierto que no hay por qué buscarla, que nada tiene que hacer en este nuevo concierto, que el deber de cada comunidad será celar y cuidar lo propio, tratar de conservarlo y agrandarlo sin tener que pedir prestado nada a la vecina ni ceder nada que en justicia le corresponda. Pero con independencia de esa -por así llamarla- avaricia territorial o espacial, y quizá para practicarla de la manera más suave y política, es posible para cada comunidad hacer gala de una cierta generosidad en el tiempo, tanto hacia sí misma como hacia sus vecinas, en el sentido de buscar con la mayor presteza posible los intereses comunes, que son los únicos capaces de formar, como reza la propaganda de las pensiones modestas como la nuestra, un ambiente familiar.

Pasado tal vez el momento de la propia definición de las comunidades autónomas -y superadas las enfermedades puerperales-, ha llegado el momento de definir y fomentar los intereses comunes, de carácter más fluido que los espaciales, y por consiguiente, más discutibles, más propicios a provocar la riña si se discuten mal o a promover la auténtica armonía si se abordan con tino.

De entre los intereses comunes de las comunidades ibéricas, el más común y el más fluido es el agua, la poca o mucha agua que cae en la Península Ibérica. En este affaire sí que hay Pirineos, y los habrá siempre; para nada necesitamos el agua francesa (ni siquiera el Garona, de madre española), y a nadie en su sano juicio se le puede ocurrir que la solución de Empetrol será mantener al petrolero de Taiwan viajando como un cangrejo entre Lavéra y Tarragona. En España hay agua para todos, siempre que todos seamos una comunidad reducida, con unas aspiraciones dignas, pero modestas. Es decir, nada de baluarte de Occidente, aunque sólo sea porque los baluartes, si se defienden, es a costa de pasar bastante sed. Llevarla de los sitios donde so bre a los lugares donde faltará (y el empleo de este futuro está intencionadamente dirigido ha cia el máximo responsable de la necesidad, el crecimiento) exigirá no sólo un esfuerzo ingente y un gasto muy elevado (pero mucho menor por metro cúbico que el que ocasiona el petrolero de Taiwan), sino el entendimiento de toda la familia comunitaria, reunida en torno a la mesa camilla de la casa de pen sión. Si cualquier comunidad española -sea grande o pequeña, oficial o privada, estatal o ribereña- se cree llamada y capacitada para hacer rancho aparte y aplicar al agua que cae y corre por su espacio, confiada en la suficiencia de sus propios recursos, la práctica de la avaricia territorial, entonces esta mos perdidos. Poco menos que agotadas las posibilidades de las cuencas como unidades in dependientes, el próximo paso no puede ser otro que el de su conexión y desde esa perspectiva, cualquier intervención en un punto de la Península se hará sentir en la delicada malla hidrológica que la cubre en su totalidad.

Si una comunidad -repito- pretende sustraerse a ese destino común, la primera perjudicada será ella, y quizá no tanto porque con tal gesto levante a lo largo de sus fronteras el muro de la incomprensión con las vecinas cuanto porque así no hará sino enfrentarse a un tiempo futuro que le dará la espalda por cicatera.

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