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Crítica:VISTO / OÍDO
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Notas para una iconografía wagneriana

Richard Burton / Wagner acudió a la cita con el televidente un lunes tras otro hasta esta semana en el noble empeño de evocar y dar a conocer la legendaria figura del genial músico decimonónico. Wagner es legendario por voluntad propia: él mismo nos cuenta, tras su peripecia de Rienzi -el trabajo inmaduro de su juventud-, su propósito de abandonar definitivamente el terreno de la historia "para instalarse en el de la leyenda". Luego, la leyenda -desde El holandés a Tristán- derivará en mito -el Nibelungo-, y el mito, en rito -Parsifal-. Pero lo que Wagner quiere para la vida de su teatro lo quiere asimismo para el teatro de su vida, y así, su vida legendaria se prolonga en el mito wagneriano y cuenta con su rito anual, Bayreuth.La serie que protagonizó Burton, sin embargo, elude las últimas consecuencias de la leyenda -el rito y el mito- y se remonta a la legendaria vida del músico. Una interpretación de primera clase -la de Burton en particular-, unos escenarios escogidos, una ambientación esmerada y una puesta en escena grandilocuente son algunas notas sobresalientes de esta producción. Todo ello viene servido en la lujosa bandeja de la música del autor, aparejada por un wagneriano ortodoxo y certero: Solti.

Intuición del fraude

Pues bien, el monumental despliegue de medios y cuidados deja en el mediano conocedor de la obra musical wagneriana la incómoda intuición de un fraude. Y no se trata de la decepción que, sin duda, causa una opción desmitificadora o desritualizadora a aquellos que acarician el mito e incluso practican el rito. Que Wagner se muestre incorregible faldero y pesetero no es cuestión de este lugar. La distorsión viene por otros derroteros y es más grave.Si se acepta -y parece unánime- que Wagner es un músico, y un músico de talla descomunal, es obvio que su música ofrece una vía privilegiada para penetrar en lo íntimo de su persona, compleja por demás, intrincada y en verdad laberíntica. Claro que la música no lo es todo; pero no es menos claro que, en un músico de tal envergadura, la música es el filtro de todo lo demás.

Si se supone que el televidente medio conoce esa música, evidentemente se supone mal. Pero no se supone cuando la música se sirve con abundancia y pulcritud técnica. Ocurre, sin embargo, que se sirve con torpeza, mal elegida y descolocada: se equivoca y equivoca. Lo cual hace sospechar un error fundamental de estrategia: la música no ha sido tenida en cuenta para este entendimiento de Wagner. De ahí la causa del malentendido.

El malentendido corresponde a la iconografía, porque la música de Wagner obedece a una precisa iconografía -los leitmotiv- ampliamente estudiada y en ocasiones grotescamente degradada. Menos manida y por ello más prometedora es la iconología que -utilizando términos de Panofsky- aquella iconografía permitiría llevar adelante.

Una cosa es la identificación consciente y estricta de los motivos -la espada, por ejemplo, o el arco iris que conduce a la Valhala-, esto es, la iconografía, y otra, los secretos enlaces entre motivos alejados en apariencia, que cabe desvelar en una operación de psicoanálisis paralelo y cuya sustancia puede ser reveladora de zonas oscuras del genio, esto es, iconología, y en este sentido son iconológicas algunas admirables observaciones de Thomas Mann acerca de algunos personajes wagnerianos.

Pero Panofsky nos advierte que una iconología seria sólo puede fundarse sobre una sólida y amplia iconografía: el resbalón iconológico está permitido porque es inevitable; la confusión iconográfica, en cambio, se puede y debe evitar.

Pues bien, de esa intolerable confusión adoleció la serie Burton/Wagner, concebida acaso de espaldas a una erudición, farragosa en ocasiones y pedante si se quiere, pero ineludible por rigurosamente pertinente. Si se quiere entender a Wagner -y es preciso entenderlo para darlo a entender- conviene tener noticia de sus intenciones. Luego, conocidas éstas, se podrá alcanzar más allá de las intenciones para otear el horizonte incierto de lo que hizo desde la segura atalaya de lo que quiso hacer. Pero la ignorancia de una iconografía musical precisa borrar las huellas encaminadas al buen entendimiento de un músico.

Un ejemplo puede ilustrar alguno de tales errores. En la serie, Richard Wagner comparte con Hans von Bülow y Cosima Listz una mesa. Von Bülow se ausenta un momento y Cosima y Richard se miran en silencio. Todo el mundo se barrunta lo que pasa en lo secreto de sus interiores, pero nadie conoce la cualidad justa de esa pasión naciente. En ese momento, la música, vehículo propio de comunicación para uno de nuestros dos interlocutores mudos, sería un indicador precioso.

La música acude, por cierto; pero acude despistada y nos despista, porque nos hace oír el motivo del yelmo mágico que utiliza el enano Alberich para azotar sin ser visto a sus compatriotas nibelungos y para encarnar el cuerpo ora de un dragón, ora de un sapo. Tal motivo es misterioso y oscuro sin duda, pero de ningún modo revela la naturaleza del sentimiento que despierta la vecindad de Cosima en el ánimo de Richard, tal y como el propio Richard lo ha vertido en música cientos de veces. Es posible que la música del yelmo evoque en el analfabeto wagneriano cierta atmósfera de misterio, pero lo cierto es que un despropósito iconográfico de ese calibre nada dice de cómo Wagner apercibe y comunica un amor que despierta, y, lo que es peor, dice una cosa por otra.

Ese baile iconográfico que se produce a cada paso de la serie indica que la música ha sido escogida y distribuida de acuerdo con estereotipos de un consumo abstracto e indiscriminado -lo misterioso, lo lírico, lo violento, etcétera- propios para una iconografía publicitaria vigente en todo lugar y por poco tiempo. La música ha sido asumida al margen del músico, cuando el único modo honesto de conocer al músico pasa por su música. Y esto es así tanto más cuanto el músico es más grande.

Deshonestidad radical

Ésta es la deshonestidad radical del producto y la verdadera causa que hace irreconocible a este Wagner/Burton, pese al gasto y al esfuerzo. Si el maestro levantara la cabeza, acaso se doliera menos de la exhibición de sus muchos trapos sucios que del rompecabezas de su música trastocada.Es aún reciente el paso por la pequeña pantalla del Nibelungo en la versión, escandalosa en su día, de Boulez/Chereau. Más de un crítico lamentó que la re-lectura de Wagner nos llegara antes que su lectura y que su heterodoxia se diera a conocer a los que ignoran -mayoría- su ortodoxia -entre otras razones, porque la heterodoxia se entiende sólo desde la ortodoxia-.

Pero, aparte el fabuloso atractivo que supuso para muchos amigos de la música y del teatro el disfrute hogareño de una tetralogía a todas luces histórica, es importante reconocer que la pareja francesa -director de orquesta y director teatral- establece su iconología particular de la pieza wagneriana sobre la base firme de una iconografía correcta -como no pudo ser menos en el ámbito de Bayreuth-.

Es lícito que Wotan vista de frac -iconología- siempre y cuando porte la fatal lanza -iconografía-. Releer es propio de estudiosos; no leer, de analfabetos.

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