Música en TVE: un problema de fondos
Aunque se acepta con gran naturalidad, es decir, sin verle el misterio, el hecho de que a ciertas composiciones musicales se les asocien unas imágenes plásticas determinadas, es asunto de muchísima oscuridad. Es evidente que la música, cuando se escucha sólo como música, no puede ofrecer más que una combinatoria de sonidos y silencios; que esos sonidos y silencios tengan efectos psicológicos sobre nosotros (el adagio es triste, el scherzo es alegre) es una cuestión irrelevante. La comprensión de la composición musical alcanza su nivel adecuado cuando sólo atiende a los contenidos internos del programa sonoro, sin que tenga por qué tomar en consideración los efectos psicológicos, que son de lo más variable y efímero.Pero la atención y concentración que exige la música para llegar a una audición pura, desnuda de psicologismos, choca en nuestro tiempo con otra interferencia grave: la asociación plástica, todavía más distorsionadora. Recuerdo, a estos efectos, la desesperación de Juan Benet cada vez que escuchaba el último movimiento de la Novena sinfonía de Schubert, asociada indisolublemente para él con una retirada de la Grande Armée, sugerida un malhadado día por un amigo suyo y desde entonces presente a cada nueva audición. Algo semejante nos sucede a todos, en la actualidad, con un sinnúmero de músicas, por efecto de una práctica social nueva: la música de fondo.
La presente divagación me la sugirió la pertinacia con la que asocio las sinfonías 3ª y 5ª de Sibelius con paisajes inevitablemente nevados, extensos, llanos y brumosos. En general, todo Sibelius ha sufrido esta pegajosa afluencia de imágenes hasta convertirse en el prototipo sonoro de la Agencia de Viajes. Sin embargo, nada en las mencionadas sinfonías sugiere realmente lo que hoy nos afecta por vía indirecta.
Nada impide que el bosque ártico sea más apropiado para la música de Fauré, pero desde pequeños hemos asociado ese género de paisajes con la música de Sibelius, del mismo modo que hemos asociado los clarines con la entrada de reyes y princesas en palacio, desde Ivanhoe, o los cornos con la caza del zorro en la totalidad de la producción de Pinewood. Resulta muy difícil deshacerse de esa influencia, por lo que la audición requiere un mayor esfuerzo de atención y la música sale ganando.
Otras influencias notables son, por ejemplo, el Danubio azul asociado a grandiosas naves espaciales, junto al comienzo de Zaratustra asociado a superficies metálicas enhiestas, algunos fragmentos de Mahler, que han desbancado a Vivaldi en toda descripción de la laguna veneciana, o ciertas oberturas de opereta francesa en franca comunión con las carreras ciclistas. El conjunto de asociaciones paulovianas es inmenso, y supongo que algún doctorando de psicología acabará por descubrir qué suculento filón se le ofrece.
Porque esas asociaciones son exclusivamente nuestras, de los que hemos vivido el cine. Las asociaciones anteriores venían por la frecuentación de la ópera, y no es de extrañar que en los comienzos del cine sonoro se utilizara como banda musical un tipo de composición muy próximo a Verdi o a Puccini. Los acompañamientos al piano del cine mudo giraban en torno a sencillos temas variados con extraordinaria habilidad y eran casi todos hijos secretos de arias italianas a las que se aplicaba un tempo u otro según lo que sucediera en la pantalla. Era la dictadura de la onomatopeya: si estrangulaban a la heroína, fortíssimo; si la heroína miraba a su anciana madre, pianíssimo. El instrumento imitaba la acción del actor.
De manera que nunca sabremos las asociaciones a las que se entregaban los auditorios anteriores al cine, a menos que nos las hayan dejado por escrito, como sucede de cuando en cuando en la biografía de Rossini de Stendahl, en algunas páginas célebres de Proust, en el primer Thomas Mann, etcétera. Pero son documentos estrictamente personales; no son sociológicamente relevantes porque no pueden comprobarse sobre grandes números. Por el contrario, entre nosotros esa comprobación puede llevarse a cabo, ya que la asociación de imagen y música ha sido deglutida por millones de espectadores. Casi todo el mundo vivo ha comenzado a ver cine y a escuchar música en su extrema juventud o infancia. La influencia de la música de fondo ha sido determinante, y es extraño que todavía nadie se haya ocupado en desentrañarla. Es obvio, por ejemplo, que la gran calidad de la música de cine americano a partir de los años cincuenta es un efecto de la emigración de innumerables músicos serios europeos tras la persecución y el desastre nazi. Hasta el mismísimo Schönberg compuso para el cine, y con él, Weil, Milhaud, Bloch y mil más. Me parece evidente (aunque sea dificilísimo de comprobar) que a partir de esas fechas los fondos musicales americanos se cargan de tintas poswagnerianas y aun de gran cantidad de música de vanguardia, sobre todo de la Escuela de Viena. En buena parte de la producción americana de Fritz Lang hay una aportación considerable de Berg, y en los melodramas con figura neurótica se pasaba de fondos vagamente derivados de Dvorak a otros más complejos derivados de Hindemith o Webern. Pero, en fin, todo esto es hipotético hasta que no exista una verdadera videoteca en la que trabajar. Y las videotecas españolas serán inútiles, por las razones que expondré luego.
El delirio
A través de la televisión, y especialmente por medio de la publicidad, la asociación de música e imagen alcanza el delirio. Aunque en general las empresas publicitarias aprovechan temas de música pop, son muchos los spots que se apoyan en música seria, y son especialmente interesantes los de empresas automovilísticas, pues es a través de ellas por donde está entrando en el oído, de un modo insensible, lo más avant-garde del medio siglo. Es delicioso ver zumbar a un Peugeot con fondo de Stockhausen y concebirlo como su decorado sonoro natural.
Con esta larga explicación intento justificar la siguiente petición a Calviño: ¿podría usted respetar los fondos musicales de las películas extranjeras? Por que, como habrán advertido los aficionados, Televisión Española no sólo dobla la palabra, sino también la música de las películas, con lo que todas las películas grabadas en los vídeos españoles no sirven pero absolutamente para nada. Son como reproducciones en blanco y negro de las pinturas de Rembrandt.
Es comprensible el doblaje porque hay que dar de comer a los jefes de doblaje y a sus locutores (la otra excusa, la de que los españoles somos más imbéciles que los franceses, ingleses, etcétera, y no entendemos los subtítulos, es demasiado humillante para ser tomada en serio), y eso puede justificar que trituren la labor de los actores; pero ¿es realmente imprescindible cambiar, como hace usted, la banda musical? La incuria de Televisión Española es tan sólida que uno se siente ingenuo pidiendo algo que a los poderosos debe parecerles una chifladura. Pero crea usted que ver El idiota, de Kurosawa, con el conocido tema de Morena, la de los ojos oscuros, es algo muy duro. También lo es ver Caminando con un zombie con fondo de Mahler, o Carta a una desconocida con la inevitable revêrie cuando los dedos del pianista iban por otro lado como gusanos locos. Bien es verdad que luego salía una banda de música militar y lo que sonaba era una orquesta sinfónica. La imaginación de sus técnicos es desbordada, descomunal. Que no elimine usted la música de los telefilmes me parece mal porque es abyecta; pero que se la quite, en cambio, a las películas que forman el conjunto más interesante y entretenido de la cultura euroamericana es un acto de barbarie. Cualquier cineasta, si le queda alguno, le explicará hasta qué punto la imagen y el sonido son indisociables en las películas no directamente imbéciles. Quizá, por su cargo, sólo utiliza usted el ojo, y no el oído, en cuyo caso este artículo es de una inutilidad abrumadora; pero imagine que su próximo discurso pasara por Televisión Española con el fondo de Yo soy la falsa monéa. Bueno, pues eso hace usted con los discursos ajenos.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.