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Tribuna
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El paraíso de Ignacio Gallego

Manuel Vicent

No se trata de impresionar a nadie con un melodrama campesino, pero Ignacio Gallego vino al mundo en la más absoluta miseria, hijo de unos alpargateros de la sierra de Segura, que luchaban con esfuerzo ibérico por encaramarse cada día a un trozo de pan. A los cinco años quedó huérfano de padre en compañía de una recua de hermanos, y ante semejante desgracia, las fuerzas viva! de la localidad, reunidas en la sacristía, tomaron la decisión, probablemente democrática, de meter a esta prole desarrapada en el hospicio provincial. Si el acto de caridad Pública no se llevó a cabo fue porque se opuso la madre, encapelladora de oficio, mujer de luto racial, que optó por amamantar a sus crías con la leche agria del infortunio y otros frutos secos. La familia se trasladó a Bienservida, lugar de los abuelos, y allí el Dios de los jornaleros le echó muy pronto una mano. Hizo que muriera el porquero del propietario principal y el zurrapa Ignacio Gallego, antes de recibir la primera comunión, le sustituyó en el cargo. A los seis años guardaba cerdos de un amo invisible por los montes de Alcaraz y, así pasó la infancia y parte de su juventud, tocando la flauta con cañas de carrizo, sacando un hilo musical del filo de las hojas de olivo en la soledad del latifundio.El niño fue a la escuela solo una mañana, ni más ni menos, cosa que le sirvió para ver de cerca brevemente la cara de un maestro, el mapa de España y el pizarrón de los garabatos. Hay señores con cuatro títulos universitarios que no saben distinguir un gorrión de un estornino, una col de una berenjena, ni una becada de una perdiz si no están servidas ya en el plato. En cambio, existen analfabetos llenos de sabiduría que mueven las orejas como las liebres. Al mando de una punta de gorrinos en medio del silencio telúrico de la provincia de Jaén, Ignacio Gallego comenzó a sentir la emoción de la naturaleza. Se nutría de alimentos terrestre, no a la manera de André Gide, sino en forma de bellotas auténticas, y además sabía elegir entre 100 hierbas la única no venenosa. Sueltas a un académico en mitad del yermo y a los pocos días te lo encuentras muerto boca arriba al pie de un alcornoque. También eso es cultura: conocer toda clase de brisas, raíces, insectos, pájaros y alimañas, tañer la dulce zampoña sobre la piara y sobrevivir como un rústico profeta zampándose patas de saltamontes.A la banda por seis durosCuando tenía 10 años se produjo en el pueblo un gran acontecimiento. Al sacristán mayor se le ocurrió fundar una banda de música. Cualquiera podía ingresar en ella, previo pago de 30 pesetas.

-Esos seis duros yo no los robé. Digamos que los extranje de la cosecha de aceituna.-¿En la rebusca?

-Vareaba algunos olivos en plena producción hasta conseguir un par de celemines, que escondía en lugar seguro. Durante la rebusca me limité a presentarlos. Me dieron las 30 pesetas.

-¿Y se fiaron?

-Tampoco. Pero un tío mío, también más pobre que una rata, dijo que me las había prestado. Había una palabra.

Ignacio Gallego aprendió a leer las notas del pentagrama mucho antes que las letras del abecedario. Y hasta los 17 años mantuvo una vida solar: tocaba el clarinete delante del ganado, en plan porquero de Amelín, recostado en el tronco de una encina y en las fiestas interpretaba la marcha real a pleno pulmón, seguida del pasodoble España cañí, único repertorio de la famosa charanga de Bienservida. Era un joven rebelde, analfabeto poseído por la rabia interior, y componía una estampa clásica: una altivez de alpargata, culera zurcida en el pantalón, soga de es parto en la cadera frente a una orla de guardias civiles sepias, capataces de varas, clero montaraz y olivareros de casinillo, todo re vuelto con la reata de hambrientos, unos humildes, que sólo robaban melones, otros de dura crin, que ya blandían torvamente la hoz en el viento del sur. Ignacio Gallego perdíó la fe de un modo muy simple. Resulta que una vez cada seis meses le apetecía comer carne y en la bóveda de la iglesia había un nido de palomas torcaces. Un día comenzó a trepar por el retablo, escalando ornacinas, para darle a la caza alcance con menos mística que san Juan de la Cruz. Sólo quería merendarse un pichón. Durante la ascensión furtiva por las columnas salomónicas cayó en la cuenta de que aquellos santos sorprendidos por detrás, incluida la patrona del pueblo, sólo estaban armados con palitroques llenos de telarañas. Se quedó sin Dios y con el clarinete podía soplar con él reciamente, pero no entendía esas palabras escritas encima de la partitura. Andante. Andantino. Allegro. Piano. Hasta que una tarde de mayo encontró un gañán, domador de cabestros, que conocía el catón, y le enseñó a leer a la sombra de una pared encalada. Agotada la cartilla llegó el momento en que aquel maestro garañón le dijo:

-Ya no sé más.

-¿Y qué hago yo ahora?

-Que siga otro.

Entonces, el aprendiz de lector tropezó con un libro voluminoso cuyo título era El hijo pródigo, donde se narraban las aventuras de un negro muy simpático. Ignacio Gallego luchó contra sus páginas como un tartamudo tenaz y de pronto arrancó, tomó vuelo y ya no paró hasta deglutir cualquier clase de papel impreso, novelas, bandos, octavillas y los periódicos del tiempo que traían artículos de Unamuno, Jiménez de Asúa y Araquistain formándose con el solitario ardor del autodidacto la propia empanada mental. Pero esto era ya en la ciudad de Jaén, en casa de unos parientes, adonde había ido a caer el zagalón por consejo de la madre, que quería remediarle de su malavida con los cerdos, cuyo jamón siempre se comían otros. Allí entró en un taller con dos reales de salario, incluso tres. De nuevo, el clarinete vino en su ayuda. El joven virtuoso se enteró de una realidad sublime. La banda de música de Jaén daba un duro por soplar cualquier tipo de instrumento, siempre que el sonido emitido se pareciera a la obertura de: El Barbero de Sevilla. Ya está. Tocar el clarinete bajo una gorra y con casaca de botones dorados le permitió acceder a la es cuela industrial y hacer el bachillerato a los 20 años, en forma de rudo pastor mezclado con los niños ricos de la burguesía. Aprendió algunos rudimentos de una historia llena de pellejos disecados de reyes y batallas, logró balbucir cuatro palabras en latín y poco más. Sus compañeros de aula llevaban zapatos e ignoraban cómo crece una mata de trigo, pero él sabía cosas de la vida, por ejemplo la diferencia que existe entre plantar un olivo en estaca o en raigón, injertar un acebuche, resistir con un tomate al día y algo de preceptiva literaria, en cuyo examen ante el tribunal recitó con una exaltación de poseso una parrafada de Unamuno sobre la angustia vital.

-Basta, basta.

-Yo quiero seguir.

-Puede retirarse.

-Que no.

-Lárguese. Tiene usted notable.

La angustia vital era lo suyo, pero a continuación se oyeron los gritos de la República e Ignacio Gallego se vio dirigiendo las juventudes socialistas, dando mítines encaramado en un pajar. Tenía dentro del cuerpo ese don convulsivo de la soflama, que extrae de la garganta no precisamente melodías de clarinete, sino terribles frases magnéticas conectadas con el hambre antigua. Se especializó en enardecer a un auditorio de braceros. Recorrió a pie los pueblos de la comarca y echaba encendidas peroratas desde el tabladillo de bidones, cobertizos, balcones, tesos, bancales y candilejas del teatro Cervantes. Cogió cierta popularidad de agitador de descampado y al punto la olla, que había comenzado a hervir, estalló. Vino la guerra y en ella aquel niño porquero fue ele vado a líder de milicianos e impartió por sucesivos frentes doctrina perentoria con mosquetón de comunista.

Le esperaba Freud en persona

Ignacio Gallego había vivido 30 años de una historia de España en el interior de un friso de cerdos ajenos, bellotas, señoritos, capataces, guardias civiles, jornaleros descalzos, caciques con garrota, madres de luto y lenguas mordidas por el silencio, un conglomerado de miseria campesina seguido de un fulgor revolucionario. De ahí pasó directamente al exilio en el paraíso soviético, donde no le esperaba Stalin, sino el doctor Freud en persona. Resulta que en ese edén de la metalurgia, por arte de magia y algunos golpes de hoz contra ciertos pescuezos, los porqueros eran funcionarios, los viejos gañanes cantaban a coro en un orfeón, los latifundistas trabajaban de cocheros, los aristócratas se soplaban los dátiles pidiendo limosna con la nieve hasta el ombligo, los obreros compartían el mismo tocino con los políticos y todos podían ir por riguroso turno de vacaciones a un balneario de Crimea En aquella parte del planeta se había pasado de la alpargata a la pila atómica, reinaba un orgullo de tractor y los rojos de aquel lugar se permitían el lujo de plantar cara al podrido mundo capitalista, que brillaba a lo lejos comí o el vientre de una sardina en el basurero. Freud no perdona.

Después de muchos lances por tierra extraña, Ignacio Gallego volvió a España con la democracia, cuando sus camaradas vendían reconciliación nacional, libertad, sufragio universal, pactos, compromisos y esa mariconada del eurocomunismo. Durante el franquismo habían soportado lo más duro de la represión, tenían mártires en todas sus modalidades de gloria, héroes de potro de tortura, fusilados escuetos y despeñados por la ventana de la Dirección General de Seguridad, un caudal que se echó por la borda con tal de sacar cabeza a flor de alfombra y coger sitio en el Congreso de los Diputados. Allí estaba Ignacio Gallego convertido en un hilador de leyes burguesas y otros reglamentos. El invento no funcionó, pero él asomaba su cabeza de león por encima de la tribuna de limoncillo y compartía el minué de los pasillos, ponencias, comisiones, juntas de portavoces con un sueño de jornalero en la testa. Con la sonrisa meliflua escorada a veces decía en medio de un corrillo democristiano:

-Los braceros de Jaén tienen hambre.

-¡Qué barbaridad'

-Quieren trabajo

-Bueno, bueno, pues hay que votar.

-O que coman en casa Lucio.

El señor Freud no perdona. En la desbandada del partido comunista, después de haber pasado por todo, en las vísceras ancestrales de Ignacio Gallego ha funcionado lo automático del subconsciente. De España guarda grabada al fuego una memoria de braceros, segadores, olivareros de rebusca, porqueros musicales, alcaldes testarudos, muñidores mauristas, cabos de varas, viejas luchas, por el pan, señoritos de casino, absentistas, mítines fogosos y cargas de la Guardia Civil. En la trastienda del recuerdo le aletea el paraíso soviético con el asalto al palacio de invierno, una mitología de fábricas alucinantes, cosacos flautistas, conciertos, veranos en el mar Caspio, granjas colectivas sin rentistas ni curas.

Con el salto mortal que Ignacio Gallego acaba de dar hacia el comunismo llamado prosoviético, este hombre no ha hecho sino recobrar la infancia, ir en busca del tiempo perdido, a la manera de un Proust jornalero. Pero aquel paraje de la juventud no existe. En España hay injusticias. Puede incluso que haya miseria, sólo que Ignacio Gallego se ha arrojado contra el espejo biselado de la adolescencia. Ahora, los braceros del campo, los fresadores de la Pegaso, los mecánicos de taller están pasados por el prensapurés de la civilización de la imagen. Hoy, los líderes deben presentarse ante el público con un mórbido diseño de anuncio de Martini, y el comunismo duro, la antigua arenga y la revolución proletaria, tienen un perfil de calendario, el color sepia de aquellos carteles que ahora se venden en algunas librerías de lance.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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