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¿Dónde está el público?

Me gusta este estadio del Camp Nou. El de Maracaná es mayor, pero se abre demasiado y las líneas en fuga dejan escapar visualidady emoción. Este es más recogido, más en la mano, una curiosa mezcla de estadio futbolero y plaza de toros donde cada uno puede ver lo que está ocurriendo en el césped-arena y al mismo tiempo lo que est pasando en las gradas vecinas que es lo que en este caso me interesa primordialmente. ¿Quién es el público y donde se encuentra?, preguntaba Larra hace siglo y medio, y yo he venido a averiguarlo en el principio de un largo periplo por los lugares donde se exhibe el español más desnudo de complejos, más claro de emociones: los campos de fútbol.He llegado cuando apenas ha bía gente y poco a poco he visto llenar de sombras los espacios rojizos de las gradas. Eran los fanáticos, los que desde la hora del almuerzo habían paseado su impaciencia por los pasillos de la casa hasta que la esposa les había dado el idamente seguido de marcharse con el cuerpo, ya que con el alma llevaban tanto tiempo fuera... Y aquí están flameando banderas, especialmente en el fon do sur por encima de la portería. Las banderas han sido siempre la insignia de una creencia y de una emoción. Y aquí, en la Cataluña vejada tantos años, renacida tan tas veces, la gente enhebra la pa sión por el fútbol con la pasión por una forma de vivir y una lengua. Y de vez en cuando un audaz color blanco de un seguidor del Madrid que une en su persona, probable mente, el valor de Daoiz.

Es evidente lo del árbol que no deja ver el bosque, lo del hombre que muerde al perro como símbolo de la noticia. Empiezo a contar el elemento activo entre los espectadores y me sale, más o menos, como en los toros; sólo uno de cada 50 es el que se pone de pie para expresar su opinión de lo que está ocurriendo en el césped, aunque en muchos casos sea el portavoz de una callada mayoría. El que me ha tocado cerca esta vez es un mocetón robusto con una barba poblada. Su sonsonete era un "cabrón", sincopado y potente, con el que juzgaba desde su altura la situación marital del árbitro. Lo curioso es que cuando terminaba de decidir de esa forma rápida y segura lo que ocurría en el hogar del colegiado, se sentaba y seguía hablando de fútbol con sus vecinos sin la menor violencia. Es más, después de haber insultado al árbitro por la concesión de un penalti contra el Barcelona, admitió en voz baja que podía ocurrir que un jugador de su equipo hubiera tocado el balón con las manos, pero en ese caso, arguyó, era absurdo. Tampoco tenía mucha lógica la forma en que se dirigió a un jugador madridista, tras una entrada violenta que parecía reclamar, en todo caso, el calificativo de bestia o bárbaro, pero nunca una acusación de homoxesualidad. El "maricón" con que saludó su acto no parecía tener demasiado sentido.

Y como fondo de todo esto el "iuy!" que marca un fallo de los nuestros, el "ay" que acompaña un fallo de ellos ante nuestra portería, el grito sincopado de "Barça, Barça", el más largo e intencionado de "así, así gana el Madrid", que resume una larga tradición de recelo ante el centralismo español; todo se funde y reverbera en la fiesta que con victoria o derrota, con banderas desplegadas o tristemente enrolladas sigue siendo un partido en el Camp Nou.

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