Olvidos y memorias
Dicen que el nuestro es un país de memoria cicatera. Puede ser. Quizá a ello se deba en parte su continuo tropezar con la misma y consabida piedra. Una mezcla de falta de interés y desgana hace que libros de recuerdos y autobiografías lleguen a ser en nuestro patrimonio literario antes que bienes al alcance de todos, joyas de bibliófilos. Olvidos casuales, intencionados, leves o graves, mero pretexto en ocasiones para acallar aquello de lo que se carece siempre los hubo; no es cuestión de añorar tiempos pasados más felices, pero sí de anotar, dentro de lo posible, este tipo de pequeñas traiciones que una cultura de aluvión intenta hacer pasar por verdades.Poco antes de este último verano, en una entrega de premios de la red de ferrocarriles nacionales, el ministro del ramo celebraba en el discurso de rigor el retorno del tren a los gustos de los viajeros contemporáneos. Allí desfilaba el expreso feliz de Campoamor, junto al vagón de tercera de Machado, las estaciones de principios de siglo y el placer de viajar y contemplar sin prisa paisajes desconocidos hasta entonces. Para nada se citó a Azorín. Podría tratarse de razones políticas, mas como Campoamor no era precisamente un ácrata, mejor achacarlo a olvido o simplemente a desconocimiento o un no querer asomarse a sus páginas. Ya se sabe que en llegado a ciertos puestos, los almuerzos de trabajo, las horas de despacho, los continuos desplazamientos, robando tiempo al tiempo, impiden dedicar siquiera unos instantes a la antigua y noble costumbre de estudiar, cuando no de leer. Se supone que ya se estudió bastante, y si algo resta, bien puede esperar. Lo malo viene cuando los autores de los discursos que han de pronunciarse, los que manejan fechas, citas, datos, navegan en el mismo barco indiferente que desdeña el pasado. Pues Azorín, aparte de enseñar a los lectores españoles lo mejor de nuestros clásicos, en su libro Castilla ilustró a sus contemporáneos, a través de Mesonero, fray Gerundio y Modesto Lafuente, sobre los intentos de traer el tren a nuestro país y su desarrollo posterior, estorbado, tal como suele suceder, por mentes miopes y mostrencos intereses.
Pero Azorín no está de moda ahora. Por el contrario, hoy la moda consiste en negarle cuando cuestiones obvias se nos ofrecen cada día arropadas con jergas monótonas. La memoria, cuando no traiciona, enseña al menos que a pesar de lo que suele afirmarse, las historias se repiten a veces en la vida y las obras. No es preciso sino echar una ojeada en tomo a tantas efemérides capaces por sí solas de llenar un nuevo santoral, pasar revista a la agenda apretada de actos y celebraciones para llegar a la conclusión de que en nuestro país al muerto se le olvida presto, se le confina a un oscuro rincón de la memoria y se le pone en pie cuando conviene, cosa que no suele suceder demasiado a menudo. De lo contrario se olvidan .para siempre, pues algunas memorias, según parece, deben de resultar a la larga demasiado incómodas.
Hace poco, en la inauguración de la nueva Hemeroteca Municipal, trasladada al cuartel del Conde Duque, se habló largo y tendido de la antigua casa que en la plaza de la Villa guardó duran te mucho tiempo diarios y revistas. De quien la tuvo a su cargo, conservó y gobernó, ni palabra. No parece sino que la hubiera mantenido en pie un artífice invisible.
Sin embargo, los que pasamos por ella en la posguerra prolongada recordamos la sombra de Eulogio Varela junto al balcón de la que un día fue plazuela de San Salvador, ordenada y nivelada por orden de Enrique IV. En ella, modesta y recoleta como cuadra a un poeta, vivió Juan Álvarez Gato, desdeñando placeres de un mundo enemigo. Allí se reunió el concejo, a la sombra de la torre y palacio de los Lujanes, y
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Viene de la página 11 allí estuvo instalada durante años la Hemeroteca de la Villa.
"El periódico no es una cosa", escribía su director, "sino cauce de pensamiento, de la sensibilidad y de la tensión social". A ello añadía: "La Prensa es -desde el siglo XVII- un hecho cultural positivo de la vida de un país, de una provincia o de una ciudad".
Muchas obras se hicieron por entonces en aquella casa, la mayoría para mantenerla en pie, a las que siguieron desde una nueva entrada hasta el rescate de recuerdos del hospital de La Latina, con los enterramientos de Beatriz Galindo y Francisco Ramírez. Tras ellas llegaron publicaciones del siglo XVII, de tiempos de Carlos III, boletines de la revolución pasada y diarios castrenses. Y para no hacer demasiado largo este discurso, sólo es preciso recordar el lote de cuadros que el Museo del Prado prestó para dar lustre a las salas. En ellas recibieron cobijo el despacho y enseres de Mesonero Romanos, y entre sus muros tuvo lugar, entre otros, un amplio y justo homenaje al maestro Azorín.
La vida de la Hemeroteca Municipal no transcurrió siempre tan activa y amable. Dependió siempre en gran medida de las diversas comisiones de cultura que debían marcar rumbos y subvenciones. Así, desde 1955, malvivió, según su director, bajo signo contrario. "La vida administrativa, por carecer del necesario entusiasmo, no podía resolver los problemas que se le planteaban con insistencia desesperante". Por ello fue preciso salir a la calle para advertir, más allá de cualquier convención, su estado cada vez más alarmante, cosa que se consiguió incluyéndola en el concierto de bibliotecas dirigido por la Unesco, marcando nuevos rumbos para sus relaciones internacionales".
Tres grupos importantes, según dejó anotado su director, solían acudir a sus salas: el más numeroso, el norteamericano, procedente casi siempre de universidades; tras él, los hispanistas franceses, y finalmente, estudiantes ingleses de Liverpool y Londres. Todo ello sin contar los españoles. Por entonces, un corresponsal escribía en Estados Unidos: "Nada más sorprendente que la biblioteca de periódicos que existe en Madrid. He ido todos los días de mi estancia en la ciudad achicharrada por el sol. La atracción era irresistible y la laxitud que recibía mi espíritu tan agitado todavía con las visiones de los frentes era tal, que no sabía hacer otra cosa sino ir a leer y pensar".
Todo ello, patio y jardín, revistas y diarios, no se juntaron allí por casualidad en esa plaza que aún dirige Álvaro de Bazán impartiendo sus órdenes a espaldas de un convento de clausura. Todo ello tiene apellido, fecha y nombre y no puede olvidarse en un rincón perdido de la memoria actual como una más de esas estatuas de gente prócer de la villa, abandonadas en algún almacén municipal a la espera de que una mano amiga las rescate.
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