La ciudad: algo más que un producto
Hace poco más de un año (¡ay de mí!, si parece un lustro o, mejor, un eón) escribí aquí palabras sobre las que deseo volver, pues ahora se aprueba inicialmente el Plan General de Ordenación Urbana de Madrid, de lo que entonces fue el Avance.En los tiempos que corren (algo muy diferente debió ser para los griegos), y desde un punto de vista abstractemente hegeliano y conceptual -por tanto, selectivo, simplificador y partidista, ya que éste es, inexorablemente, el precio que debe pagar todo aquel que, no conformándose con narrar, pretende hablar con propiedad-, dos son las filosofías dominantes que dan cuenta de la naturaleza de la ciudad. Coherentemente, doble es también la calaña de los planes generales de urbanismo que han tratado de fijar sus formas de crecimiento y transformación.
FELIPE COLAVIDAS
P.,
La primera es aquella que, con o sin conciencia, trata la ciudad como valor de cambio; como si su interés intrínseco fuera subsidiario a su valor como dinero. El dictamen de éste será, pues, irreductible a la hora de regular toda actuación en la ciudad. El urbanismo, como disciplina concreta, queda así relegado a un segundo plano.
Simplificando mucho las cosas, si, por poner un ejemplo, la disciplina urbanística en cuanto ciencia (en caso de que, como tal, pueda existir, que ésa es otra ... ) pide allá una recoleta plaza pública y el dinero apuesta por una sucursal bancaria, será ésta y no aquélla la que, en el plan, veremos propuesta y, a la larga, construida. La necesidad fisiológica de contar con un espacio abierto y público, para la oxigenación y deleite de los ciudadanos, quedará relegada a la más inflexible necesidad de que la propiedad obtenga sus dividendos.
La segunda, que se presenta como antagónica de la anterior, persigue la primacía de la disciplina frente a las condicionantes del mercado, y ello a pesar de que discuta sobre la posible autonomía de aquélla (la disciplina) frente a éste (el mercado). Se trata, según ella, de hacer de la ciudad un producto perfecto, de utilidad y eficacia, artificio que ha de satisfacer todas las necesidades del usuario (lo que, dados los tiempos actuales, no es poco). En el simulacro que antes hacíamos, y pensando que se actuase con esta segunda óptica, tras una negativa a la sucursal bancaria, veremos surgir el ágora que se necesitaba.
Lucha de intereses
Parafraseando el adagio freudiano (se trata de que donde había ello poner yo) y dándole una pasada por el materialismo del de Treveris (cuyo centenario de su muerte, casualmente, estos días pasados hemos celebrado) diremos que se trata de poner valor de uso donde otros ponían valor de cambio. Y ello a pesar de las sobredeterminaciones que el sistema productivo dominante imponga a la ciudad, pues siempre existe un margen de acción.
Perteneciente a esta segunda óptica son todas estas lecturas de la ciudad que la ven como capital fijo por excelencia o producto social. Para ellos la ciudad es, primordialmente, una máquina de máquinas (fábrica) perfectible. Y entiéndase lo que digo, pues no se piense que tal concepción tiende a suprimir todo espacio de ocio o no ligado directamente a la productividad; muy por el contrario, se será abundante en estas propuestas, pero siempre como subsidiarias a la reproducción de la fuerza de trabajo, a su mejor organización.
Hay, sin embargo, una tercera concepción de la ciudad, negadora de las dos anteriores, que queda esencial y rigurosamente expuesta en el párrafo siguiente: "... algo más que necesario o que sensato, algo más que justo, incluso algo más que bueno... Pero ellos ponen su algo más fuera del mundo, mientras que yo quiero vincularlo a las instituciones de la vida pública, a los proyectos colectivos, a las ciudades. Quiero hacer social ese algo más para que la sociedad sea algo más de lo que ahora es". Párrafo cuyo autor no revelaré, pues seria como descubrir el doble fondo de la chistera, por donde extraigo el albor de conejos y palomas.
Vincular ese algo más que útil a la ciudad es sustraería al todo económico y pretenderla obra (no producto) colectiva, en la que ha de cristalizar la sustancia creativa de lo que Octavio Paz, magistralmente, ha llamado "esa cambiante idéntica, criatura plural una que cada uno es todos somos ninguno". Y todo ello a base de voluntad y magia, sin necesidad de esperar a que el ineludible desarrollo de las fuerzas productivas nos deposite en tal paraíso.
Un plan progresista
Ya sé que para muchos traer aquí esta meta-economía urbana ha de ser como mezclar el culo con las témporas. Para mí es, sin embargo, pertinente, y su realización, apasionantemente difícil. He aquí un programa que quiere para la ciudad lo más radicalmente sublime, que hace difícil su asunción por cualquier urbanista cuando como tal actúa, ya sea por cuenta propia o por delegación de cualquier institución. Pues pretender de la ciudad tal calidad no es sino herir en el centro al sistema de labor, oponerse a evidencias como la creación de trabajo, y la actual jornada laboral como bienes en sí. Y esto, a pesar de que hoy los tiempos juegan a nuestro favor: el trabajo escasea y cabe la posibilidad de repartirlo entre más gente. Sólo con tal política (cuya determinación está lejana, pero no absolutamente ajena al mundo del urbanismo) quizá nos sea más frecuente ese tiempo que, según el poeta, todo hombre conoce: "No existe hombre que no haya tenido sus horas de divinidad".
El Plan General que ahora se aprueba, y para su honra hay que decirlo, se ha sacudido ya la sumisión al dinero; es, pues, explícitamente un plan que va más allá del valor de cambio, que trata, dentro de las determinaciones del sistema productivo, de hacer de la ciudad un perfecto valor de uso.
Lo que sí cabe decir es que dista de alcanzar ese tercer escalón del que hablábamos. Quien pretende esgrimir la participación (la que surge de lo administrativo) ciudadana como garantía de tal cualidad se equivoca.
En cualquier caso, e independientemente de que el planeamiento trate a la ciudad como valor de cambio, valor de uso o cualquier otra sandez, ello, por fortuna, no determina absolutamente las cosas; ante nosotros, la ciudad se presenta como la posibilidad de realizar nuestra parte más preciosa: de hacernos, un poco, a nosotros mismos.
El vacío que deja la construcción es la materia para labrar tal milagro. En palabras de Santayana, "el aire libre es también una forma de arquitectura". Arquitectura con la que hemos de construir lo auténticamente humano: ¿divino?, ¿demoniaco? Éste es el reto.
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