Morir en soledad
ESTAS MOMIAS levísimas que aparecen de cuando en cuando en viviendas cerradas y olvidadas piden socorro póstumo enviando a sus vecinos indiferentes el olor de su podredumbre. No han sido capaces de crear en vida la molestia de los otros para arrancarles unas esquirlas de solidaridad, de atención o de ayuda; emiten finalmente esta última, insoportable molestia que produce la escena ya muy conocida de los agentes policiacos o judiciales rompiendo su puerta, junto a un portero tembloroso y un coro de vecinos medio asomados en el rellano dispuestos a lanzar el "¡oh!" oportuno y a desgranar la necrología en la escalera. Tres veces se ha repetido el fin de sernana pasado en Madrid, y estos muertos delicados y discretos han pasado a las páginas de sucesos. Muchas otras veces la escena no trasciende, o pasa sin más de un par de líneas ocasionales. Es la coincidencia, la repetición la que ahora levanta un relieve mayor.La coincidencia no es, probablemente, fortuita, y puede relacionarse con el calendario. Agosto es el mes en que se abandona a los ancianos, después de a veces inútiles intentos de peloteo entre sus familiares, ante las caras de palo de yernos y nueras, el fastidio de los nietos y los tenues reparos de conciencia de hijos o hijas. Van a parar a veces a residencias de poco pago; otras, se les abandona en clínicas; los encargados de ellas dicen que hay casos en los que los familiares dan direcciones falsas para que no se les encuentre en su lugar de vacaciones si se produce lo que se llama "desenlace fatal" o, lo que es peor, si el anciano resulta suficientemente sano como para salir de la clínica. La necesidad real y moral del descanso, inscrito ya en las costumbres como una conquista social, puede llegar a convertirse en una operación compulsiva, en una fiebre, en una adicción, relacionadas con el consumismo, la situación social, la presión familiar o la angustia de la huida. Dejando atrás ancianos o perros.
Ancianos que se quedan solos, en casas desertadas, con un portal cerrado tras la botonadura del portero automático y las casas de los vecinos aherrojadas con las puertas de seguridad; a veces con un teléfono en el que suena al otro lado, sin respuesta, el timbre del médico huido o el, amigo desaparecido. Ya no queda más recurso que esperar que se produzca el persistente olor que teñirá después la crónica de sucesos y su título: "...murieron en soledad...".
Lo que se llama morir es siempre un acto solitario, probablemente el más individual que se conoce. Pero la muerte se puede quizá evitar, aplazar; los últimos dolores se pueden mitigar; puede haber una mano o una mirada finales. A condición de que el anciano tenga la delicadeza de no esperar al mes de agosto para morir.
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