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Bienvenidos él lector

Hace dos años fui invitado al II Coloquio Latinoamericano de Fotografía, que tuvo lugar en México. Mi primera reacción fue de sorpresa. Luego me enteré de que había otros escritores invitados: García Márquez, Néstor García Canclini, Carlos Monsivais. Pero aun así no encontraba un justificativo válido para asistir. Luego pensé que un fotógrafo no saca sus fotos y las publica sólo para que las contemplen sus colegas, sino tal vez (y sobre todo) para que las veamos el común de las gentes. Personalmente he concurrido como espectador a muchas exposiciones de fotografía y en realidad es un arte que siempre me ha interesado, al menos desde ese punto de vista. Entonces decidí asistir al coloquio y llevar allí no una opinión técnica, especializada, para la que no me sentía capacitado, sino el simple testimonio de un veedor de fotos, de un recordador de instantáneas; no de un escritor, sino de un hombre corriente que ve fotografías y las disfruta. Para mí al menos la experiencia fue de enorme interés y no la olvidaré. Por otra parte, tengo la impresión de que la mayoría de los fotógrafos escucharon con atención lo que veníamos a decirles algunos de sus tantos consumidores de imágenes.Fue a partir de ese lance singular que empecé a echar de menos, en los congresos, encuentros y coloquios de escritores, la presencia del lector. No la del lector-crítico, o el lector-novelista, o el lector-poeta, sino la del lector, propiamente dicho. Porque así como el fotógrafo no saca y publica fotos sólo para sus colegas, sino primordialmente para el común de las gentes, así también nosotros, narradores, poetas, ensayistas, no escribimos y publicamos sólo para los escritores, sino sobre todo para el lector corriente. Y resulta que rara vez sabemos qué ocurre con él. Nos enteramos normalmente de qué opinan de nuestros libros los editores, los críticos, algunos colegas y quizá un pequeño círculo de amigos, y poco más que eso.

Sin embargo, el lector dialoga con el libro, llena sus márgenes de signos en clave, de irregulares asteriscos, de flechitas hacia arriba o hacia abajo; subraya frases que le encantan y otras que le repugnan. Pero el autor no se entera de ese diálogo íntimo, nutricio; pocas veces llega a saber qué olvidados rescoldos puede haber removido con un solo adjetivo, con una aislada e inocente metáfora. Lo sé por mí mismo. Como lector empedernido, puedo dialogar no sólo con los libros sino también con algunos de sus autores, digamos con Cortázar, Roa Bastos, Galeano, García Márquez, Nicolás Guillén, Cardenal, porque hace años que los conozco y siempre nos estamos encontrando aquí o allá. Pero mis subrayados o anotaciones en libros de Peter Handke o J. D. Salinger o Jean Marie Le Clézio o Heinrich Bóll o William Styron (para sólo mencionar cinco escritores vivos que admiro profundamente) forman parte de un diálogo con sus obras y no con ellos mismos. Se medirá que por lo general un libro es la porción mejor de un ser humano que escribe. Y quizá sea cierto. Pero un libro provoca incertidumbres, sospechas, pronósticos, preguntas que no siempre el texto puede responder.

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Escuchar y aprender

Las relaciones entre el lector y la crítica podrían constituir un capítulo aparte. Tengo la impresión de que el público (me refiero al que piensa por su cuenta y para ello se auxilia con los elementos que le brinda la crítica) es el único sector que puede realmente beneficiarse con ese aporte. Por supuesto, mucho más que el autor. La flexibilidad del buen lector, su disponible avidez, pero también su personalidad, lo llevan a no admitir ni rechazar a priori el juicio del crítico, sino a confrontarlo con su propio juicio. El buen lector delibera mentalmente con el crítico; algunas veces el crítico le convence con su planteo, pero en otras ocasiones fracasa. De todos modos, la crítica representa un acicate para que funcione el propio raciocinio; es decir, que para el público, o sea, esa amorfa suma de lectores, la crítica aporta temas controvertidos, despierta el apetito por la obra de arte, estimula las propias ganas de gustar lo artístico y en cierta manera contribuye -ya sea por la vía del acuerdo o del disentimiento- a formar un gusto legítimo y personal.

No obstante, los escritores no escriben para los críticos, y si lo hacen suelen extraviarse. En el mejor de los casos, piensan en el crítico como en un lector más. Hace veinte años, un actor montevideano me explicaba: "Para mí siempre es estimable lo que me dice un crítico, ya que me habilita para saber qué piensa de mi trabajo uno de tantos espectadores, alguien del público. De los demás espectadores, en cambio, no sé nada. El crítico es el único espectador que me dice su opinión, eso es importante".

Por mi parte, confieso que ninguna crítica profesional, por entusiasta o comprensiva, por inconsiderada o discorde que haya sido, me ha conmovido o sacudido tanto como ciertas opiniones de algunos lectores sensibles, sagaces, espléndidos, que en circunstancias muy especiales han conseguido comunicarse conmigo.

Nello Ajello escribía en 1974 comentando la aparición de Opera aperta (1962), de Umberto Eco: "El beneficiario de esta promoción es el propio lector. Su puesto no está en la platea: de ahora en adelante será admitido -es más, reclamadojunto al artista". El libro de Eco había sido precedido por los excesivos y áridos.esquemas del noveau roman, y para el lector de habla hispana por un ensayo tan incitante como La hora del lector (1955), de José María Castellet. El lector se vio de pronto catapultado a un nivel casi protagónico. Era él quien debía,llenar, por ejemplo, las deliberadas lagunas narrativas de Lemploi du temps (1956), de Butor, o hallar el curso subterráneo (nada subyugante, por cierto) de Lajalousie (1957), de Robbe-Grillet.

El noveau roman sembró los mundos literarios de imitadores, epígonos y furgones de cola. Y sin embargo hubo que esperar hasta una obra genial como Rayuela (1963), de Julio Cortázar, para descubrir al lector-cómplice, ese ejemplar que puede "llegar a ser copartícipe y copadeciente de la experiencia por la que pasa el novelista, en el mismo momento y en la misma forma". Entonces sí, la relación autor / lector se hizo estrecha, casi íntima, y fue quizá el primer paso para el advenimiento de lo que podríamos llamar el autor-cómplice, ese que (agreguémoslo 20 años después) vino a ser copartícipe y copadeciente de la experiencia del lector.

No obstante, cuando empecé reclamando la presencia del lector en los coloquios de literatura no estaba pensando ni en el lector casi coautor de Umberto Eco, ni en el protagonista ad-hoc de Castellet, ni en el lector-cómplice de Cortázar, sino fundamentalmente en el lector corriente, habitual, en los hombres y las mujeres que se acercan a la literatura como un disfrute (aunque ocasionalmente éste pueda convertirse en tortura) y van acumulando juicios, reproches, elogios, preguntas y hasta algunas ofertas cotidianas para las insólitas demandas del autor.

Cuando uno de nuestros libros se vende aceptablemente, pensamos que por lo menos le ha gustado al lector, pero quedan muchas interrogantes pendientes: ¿De qué lector se trata? ¿Qué le gustó y qué le disgustó? ¿Lo compró porque ya conocía otros títulos de ese autor o simplemente como respuesta a la propaganda? ¿Lo compró para leerlo o para colocarlo en el coftespondiente anaquel? Por todo eso, cuando algunas veces firmo libros en las ferias, el ejemplar que más me importa no es él limpio e impecable, recién desvirgado, sino el que acaso perdió las tapas, aflojó sus hojas y en los márgenes repletos de señales confiesa más de una lectura. Ese lector, sin otro compromiso con el libro que el muy riesgoso de bregar con él y deshojarlo, ése es el lector que me gustaría encontrar en congresos y coloquios de literatura, no para que nos escuche sino para escucharlo. Y aprender.

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