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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Calor de España

Juan Cruz

La risa helada que provocó en el espectador español el sábado último la proyección en la pequeña pantalla del filme El ángel exterminador, del fallecido Luis Buñuel, no fue otra cosa que la risa que provoca la metáfora sobre la realidad que uno padece. La sombra risueña del rostro de Bergamín sobre el guión de la película y la asombrosa navaja afilada que sobre ese texto ponen las imágenes de Buñuel, hicieron que el sábado las sudadas butacas de los salones de estar españoles vibraran con el pánico que produce la proximidad de lo irreal.Televisión pudo haber escogido cualquier otro filme de Buñuel para rendir homenaje al cineasta de Calanda, y cualquiera hubiera aparecido en la pequeña pantalla con ese poder metafórico de que es capaz la genialidad del aragonés sordo. Pero la capacidad de El ángel exterminador para apuntar sobre la realidad de España pareció el sábado como una lucidez casi extravagante, quizá por la proximidad pegajosa del calor y por la abundancia de hechos recientes que convierten en irreales las películas.

Ramón Colom introdujo a los telespectadores en el filme con el deseo de que todos disfrutasen con la visión de El ángel exterminador. No pudo escoger el director de Informe semanal y de los informativos no diarios un verbo más atrevido, porque la figura que luego se produjo en las salas de estar estuvo muy lejos de merecer el calificativo del disfrute. La reflexión contra la autoridad realizada por Buñuel ("el servicio se vuelve cada día más impertinente"), sus ironías sobre e concepto de la patria ("la patria es un conjunto de ríos que van a dar en el mar") y su implacable barrido de las fórmulas fósiles de la vida convencional ("estas ropas tan rígidas son para las estatuas") son sólo apuntes mínimos de una especie de sonata incompleta en la que el azar a veces juega con golpes de teatro para ofrecernos a los susceptibles la posibilidad de creer que Buñuel filmó esta película no más allá de la semana pasada.

Vista así, el sábado pareció que por fin Televisión Española se decidió a ofrecer por la vía eficaz de la metáfora una mirada distraída y profunda sobre la capacidad atosigante que ha ganado este país para convertirse más y más en un claustro materno, en una quintaesencia de la claustrofobia. Para que la realidad de la ficción fuera aún más disparatada, en este universo cerrado de la calle Providencia llega a faltar el agua, y el doctor lúcido de la película actúa de administrador de un Canal de Isabel II glosado por Umbral, y recomienda cómo ha de racionarse el líquido que un milagro y una piedra hacen salir de una cañería.

Histeria retenida

Están encerrados allí, con el solo juguete de la histeria retenida, la aristocracia, la burguesía, la ópera, la cultura, la música clásica, la Iglesia, el Estado, el Ejército, las banderas, la educación convencional, la enseñanza religiosa, el honor, la intriga, la droga; dentro y fuera del edificio de la calle Providencia, donde se hallan enclaustrados los protagonistas de la ficción de Luis Buñuel, las obsesiones son las mismas y la claustrofobia tiene efectos parecidos; la extrañeza ante lo inevitable produce la misma flojera de piernas, pero en ambos lados parece disfrutarse de modo masoquista con la claustrofobia. Se comprende en ambos casos que la discusión y hasta la agresión por motivos menores y mezquinos conduce a la liberación que unos y otros ansían, pero da la impresión de que un halo divino, una especie de cordero pascual inevitable convierte en único objetivo acariciar aquello que nos paraliza.

Buñuel se ríe de modo indecible de esa helada incapacidad para despreciar la claustrofobia. A veces se sirve de la poesía ("amor mío, muerte mía, oh redil") o de la broma sobre el papel como antídoto del hambre. El mayordomo agota las existencias y come papel. Justifica así ante los señores su elección del nuevo alimento: "El sabor del papel no es desagradable. Si se digna a probarlo...". El nivel de la conversación recuerda la gradación que alcanzan los rostros de los políticos a medida que avanzan en sus conversaciones de alto nivel y así la sonrisa que abre toda conversación ("qué lástima no poder disponer de clavicémbalo") se ve perjudicada paulatinamente por los efectos de la claustrofobia, hasta que el estallido convierte en verosímil lo que pasa en esas paredes acolchadas.

El interés por los avatares conyugales empieza a importarle "un comino" a los vecinos del encierro, el abate que de modo tan exquisito educa a los niños se convierte en "el abate, ese hipócrita", y la tensión produce en los sueños reales que inventa Buñuel el intento de asesinato de una mano que cruza la habitación embrujada. Fuera se han montado quioscos, excursiones, puestos de venta de globos, y, como elementos libres que se .ofrecen al sacrificio, aparecen los corderos blancos de Buñuel.

En una atmósfera así, poblada España por el calor del verano, ensartada la actualidad periodística y real por una lucha recurrente acerca de símbolos y palabras del pasado, las palabras de Buñuel en El ángel exterminador parecen de pasado mañana. "Es inútil luchar", se dice en el filme, "por algo que es tan fácil de conseguir". Al final, los náufragos de tierra firme de la calle Providencia vuelven a escuchar la sonata con la que se enclaustraron, hacen un esfuerzo de memoria y salen ("es muy tarde y deseamos retirarnos") como si jamás hubiera ocurrido la pesadilla. Los telespectadores habrán tocado al, final sus butacas tensas para advertir si el sudor del sábado por la noche era real o resultaba otra metáfora cruel de Luis Buñuel referida al antiguo calor de España. En realidad, lo que el cineasta muerto ofrecía era una invitación al refresco que supone el ejercicio de la memoria.

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