Un Bolívar silenciado y vigente
Este bicentenario de Bolívar (nació en Caracas, Santa Marta, el 24 de julio de 1783) sirve, como normalmente ocurre en las conmemoraciones, para actualizar la figura del héroe, afinar el juicio histórico y rescatar la porción más vigente de su actitud y de su pensamiento. Hay, sin embargo, un matiz de esa figura que rara vez es abordado por los puntuales exegetas. Detrás del Bolívar oficial, aceptado, glorificado y hasta incensado, existe otro Bolívar casi clandestino, cuya exhumación resulta para algunos una empresa más bien embarazosa.José Martí, 63 años después de la muerte de Bolívar, remataba una de sus fervorosas referencias al Libertador con esta imagen impecable: "Así está él, calzadas aún las botas de campaña, porque lo que él no dejó hecho, sin hacer está hasta hoy; porque Bolívar tiene que hacer en América todavía". La verdad es que, 90 años después del juicio martiano, aún tiene Bolívar mucho que hacer en América; entre otras cosas, aclarar un malentendido que sólo sus propios textos pueden disipar.
El número de biografías que se han escrito sobre Bolívar es realmente impresionante. Hay quien sostiene que es el personaje histórico sobre el que más libros se han publicado. Es precisamente esta abundancia, esta superposición de enfoques, interpretaciones y artificios históricos la que ha rodeado su ineludible imagen con una espesa niebla de intereses, tergiversaciones y sofisinas, y, a pesar de que los textos de Bolívar son casi siempre de una claridad meridiana, ha habido interpretaciones para todos los gustos; incluso para justificar las luchas de independencia en Venezuela como una guerra de razas. Menos mal que Alberto Prieto ha rescatado oportunamente una cita del propio Bolívar: "En Venezuela no ha existido una verdadera guerra de razas, a pesar de Boves. Los merodeadores son gente pobre y oprimida. Son también gente de color; los agresores ricos son blancos; el conflicto es esencialmente económico".
No obstante, ninguna de estas sistemáticas deformaciones ha igualado el poder de repetición de la que atribuye a Bolívar el sacro origen del panamericanismo. Conscientes de la fuerza casi inconmovible que ha adquirido la mitología de Bolívar, ciertos comentaristas tratan de atribuir al prócer la paternidad del panamericanismo. Hacen un cálculo elemental, pero no descabellado: si es bolivariano, es sagrado, y si es sagrado, es intocable. Es así que cada vez que el nombre de Bolívar salta al ruedo con motivo de algún aniversario, los panamericanistas atribuyen desaprensivamente a Bolívar el haber querido reunir en el Congreso Anfictiónico de Panamá (1826) a Estados Unidos junto con las nuevas naciones, recién desprendidas del tutelaje colonial de España.
Es cierto que Bolívar convocó a ese congreso. La pequeña diferencia es que no sólo fue contrario a la inclusión de Estados Unidos en la convocatoria, sino que, cuando Francisco de Paula Santander, en uso de sus atribuciones como vicepresidente de Colombia y fiel a su postura pronorteamericana, incluye a Estados Unidos en el llamamiento, Bolívar le escribe sin eufemismos el 21 de octubre de 1825: "No creo que los americanos deban entrar en el Congreso del Istmo", agregando luego, aún con más dureza: "Nunca me he atrevido a decir a usted lo que pensaba de sus mensajes, que yo conozco muy bien que son perfectos, pero que no me gustan porque se parecen a los del presidente de los regatones americanos. Aborrezco a ese canalla de tal modo, que no quisiera que se dijese que un colombiano hacía nada como ellos". Por si quedara alguna duda, al enterarse, pocos días después, de que el delegado norteamericano Richard Anderson había fallecido en el viaje a Panamá y que el otro representante, John Sargeant, había llegado tarde al congreso, vuelve a escribir a Santander: "Me alegro mucho de que Estados Unidos no entre en la Federación". Es un historiador norteamericano, Joseph Lockey, autor del libro Orígenes del panamericanismo, quien deja esta oportuna constancia: "En vano puede escudriñarse en los escritos de Bolívar en solicitud de una aprobación de la actitud de Colombia ( ... ) de invitar a Estados Unidos; ni aceptaba la preeminencia de este hemisferio, implícita en la declaración del presidente Monroe". Transcurrirían aún cuatro agitados años tras el congreso de Panamá antes de que Bolívar, en carta al coronel Patricio Campbell, mencionara en su célebre pronóstico que Estados Unidos "parece destinado por la Providencia para plagar la América de miseria a nombre de la libertad".
Este no era, por cierto, un sesgo nuevo en la actitud bolivariana. Ya en el congreso de Angostura (1819) había señalado: "Ni remotamente ha entrado en mi idea asimilar la situación y naturaleza de dos Estados tan distintos como el inglés americano y el americano español". Y también: "¿No dice el espíritu de las leyes que éstas deben ser propias para
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el pueblo que se hacen que las leyes deben ser relativas a lo físico del país, al clima, a la calidad del terreno, a su situación, a su extensión, al género de vida de los pueblos?" Y exclama: "¡He aquí el código que debemos consultar, y no el de Washington!"
El verdadero padre del panamericanismo no fue, por cierto, Bolívar, sino el oscuro y voraz James G. Blaine (diputado y senador por Maine; tres veces candidato presidencial; secretario de Estado durante los mandatos de Garfield y de Harrison), quien en 1889 convocó a la Primera Conferencia Panamericana de Washington. Eran tiempos del paneslavismo, el pangermanismo, el panislamismo, el panhelenismo, y en esa curiosa multiplicación de los panes resultó inevitable la creación del panamericanismo.
Como bien señala el historiador guatemalteco Manuel Galich, "de Bolívar nadie se acordó cuando Blaine convocó a la Primera Conferencia Panamericana. Y Blaine menos". Lo cual es explicable, ya que Blaine no era de ningún modo el epígono, sino el antípoda de Bolívar.
Ahora bien, si hay algo cierto es la obsesión del Libertador en relación con la unión de los pueblos de la que él llamaba América meridional (o sea, lo que hoy cae bajo el nombre abarcador de América Latina) como única forma de consolidar el complejo haz de las ex colonias. En su célebre carta de Jamaica (6 de septiembre de 1815) escribe: "Es una idea grandiosa pretender formar de todo el mundo nuevo una sola nación con un solo vínculo que ligue sus partes entre sí y con todo", y luego: "Esta unión no nos vendrá por prodigios divinos, sino por efectos sensibles y esfuerzos bien dirigidos". En todos esos proyectos y convocatorias de unidad, Bolívar siempre habló de América meridional (tal como Martí hablaría, 75 años más tarde, de nuestra América), término que automáticamente dejaba a Estados Unidos al margen de la apelación bolivariana.
Mucho tiene aún que hacer Bolívar en nuestra América, como reconocía Martí. Ahí están sus cartas, en las que, libre de las trabas protocolarias, el Libertador expone sin circunloquios su actitud más raigalmente latinoamericana. A 200 años de su nacimiento y a 152 de su muerte, América la opulenta sigue plagando de miseria a América la pobre. Siempre, por supuesto, a nombre de la libertad. Uno de los mejores homenajes que hoy podemos tribular al Libertador es extraer del malicioso olvido a ese Bolívar incómodo y vigente que no creía en la hipócrita ficción del panamericanismo y sí en la unión fructífera de la América meridional, o sea, la nuestra.
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