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Tribuna
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Amores

No todo es catástrofe en la crisis. Las relaciones amorosas, por ejemplo. Hay quienes piensan que el asunto del amor traspasa las épocas sin cambio. Nada más desacertado. Esta crisis, que rodea los cuerpos de escombros y amagos de resplandor letal, crea un ambiente propicio para quererse. Para quererse sin demoras: en el autobús y antes de llegar a las compras posbalance, en la espera de la sala del dentista y a despecho de perder el valioso turno que titánicamente guardábamos desde hace meses, en esta misma noche y no la próxima vez. Esto no es, desde luego, la revolución sexual. Ni hay militantes, ni alharaca, ni existe esa fastidiosa necesidad de conquistar a nadie. Es la crisis. Un bruñido silencio envuelve la relación, mientras más allá todo es herrumbre.Esta clase de amor es un resguardo. Una casamata que en un lapso nos salva de la metralla; no una casa de labrados cimientos y muros duraderos. Este amor no es perdurable. Pero tampoco es trivial. La idea que hace equivaler el amarse mucho al amarse mucho tiempo está tan derruida como el antiguo modo de producción agraria y la transmisión familiar de haciendas. ¿Hacia dónde podríamos llegar con ese pesado inmueble y sus altísimos impuestos? ¿Quién puede sostener, sin petulancia y rubor, que su embaulado amor es el amor de su vida? Acaso se pueda, en abstracto, tener fe en el amor; pero ¿quién conserva la fe en su vida? Todo podría haber sido de otro modo, todo es de otro modo. Y solamente ahora, cuando todo es de este modo, lo sabemos.

El hombre y la mujer. Nódulo primordial, fuente de fuentes. O bien, el hombre y la mujer: qué excitación, qué fiesta. Nada de eso, exactamente, en esta crisis. He aquí dos seres humanos con el corazón bailado. En los tiempos estables habrían peregrinado para conocerse. Pero ahora, más desamueblados, se conocen. Todos somos de antemano conocidos. Bandadas de errantes y fugitivos que se encuentran ¿Experiencias voluptuosas entre sí? Puede ser. Pero lo importante es el alivio de ser recibido por el otro sin promoción, sin cita. Descubrir, en definitiva, que todos estamos concitados en un mismo secreto y que recíprocamente, por fin, nos urge el placer de revelarlo.

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