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Lucio Sandín, la tragedia del toro

"Seguiré toreando si puedo; y si no, empezaré mi vida por otro lado"

Lucio Sandín transmite una impresionante sensación de sosiego a los pocos visitantes que consiguen llegar a la habitación 316 de la residencia García Morato, donde se repone de la desgraciada cogida que le ha dejado sin ojo derecho e hizo temer por su vida. "Seguiré toreando si puedo. Y si no, empezaré mi vida por otro lado", dice con una madurez impresionante. Su serenidad es tal que es él quien continuamente tiene que dirigir palabras de ánimo a sus allegados.

Lucio Sandín nació en el madrileño barrio de Carabanchel el 3 de octubre del 63, el pequeño de tres hermanos en una familia de clase media baja. Su padre, Antolín Sandín, hoy empleado de seguridad de un banco, es un aficionado de toda la vida, un auténtico vicioso del toro, incapaz de perderse no ya una corrida de feria por San Isidro, sino tampoco una novillada cualquiera. José Manuel, el mayor de sus hijos, ya quiso ser torero, pero el padre se puso serio con él y consiguió disuadirle. Hoy es capitán de la Marina Mercante. El segundo hijo de la familia es una chica, Pilar, así que no hubo caso. Pero cuando Lucio tuvo edad para atreverse con un becerro no hubo forma humana de convencerle. Y Antolín Sandín tuvo que ceder. "En parte porque era el pequeño y en parte porque eso era toda su vida. No podía pensar en hacer otra cosa".Coincidió la fuerte ofensiva de Lucio para forzar el permiso paterno con la apertura en Madrid de la Escuela de Tauromaquia, a cargo de la Cooperativa Nacional de¡ Toro. Y Lucio, con sus 13 años recién cumplidos, tuvo la matrícula número uno. Y así, el 10 de octubre del 76 empezó, con otros 25 compañeros, a formarse en el toreo.

Al poco tiempo la escuela ya había producido una terna que toreaba becerradas con gran éxito. Y en esa terna estaba Sandín, junto a El Yiyo, una realidad ya como matador, y Julián Maestro, bien conocido también de los buenos aficionados. Su carrera va en aumento y torea 40 becerradas en el 78 y otras tantas al año siguiente, y al fin debuta con picadores en el 80.

Ésta iba camino de ser la temporada de su consagración. La del domingo, en Sevilla, era su séptima novillada del año, y en la anterior, 15 días antes y en el mismo escenario, había armado el taco. Los grandes aficionados sevillanos, ese corto grupo que acude a todas las novilladas y mira por encima del hombro al gran público de las tardes de feria, se había quedado maravillado con su gusto, con la lentitud de su toreo y, sobre todo, con la insólita variedad de su repertorio. Porque Lucio se estaba especializando en desempolvar suertes olvidadas, ignoradas por las primeras figuras del cartel, y sus faenas sorprendían tanto por la variedad como por el buen gusto. Ver a Sandín no era ver sólo derechazos y naturales, sino sorprenderse con una gama de suertes que ya sólo se pueden encontrar en los libros de tauromaquia.

Santanero, de Baltasar Ibán, le ha sacado un ojo. Afortunadamente la comada no afectó al cerebro, y Sandín no sólo no corre peligro, sino que da unas muestras de inteligencia, entereza y calma impresionantes. Sus padres, junto a él, se encuentran hundidos, y lo mismo su apoderado, Alfredo Fauró, que le conoce desde que entró en la Escuela de Tauromaquia. Ellos saben que nunca pensó en otra cosa que en torear.

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