Mitos, fraudes y herejías
La primera vez que entré en una casa de clausura debió de ser en los años sesenta, cuando la vida del país ya parecía dispuesta a cambiar de rejas para afuera. De rejas adentro, el visitante que se acercaba al torno del portal provisto del permiso pertinente tan sólo oía el susurro medido de una voz, el rumor de unos pasos o un coro de toses roncas, reliquia de muchos inviernos entre muros cubiertos de humedades. Si alguien hubiera deseado asomarse a otros lejanos siglos le hubiera sido suficiente echar sólo un vistazo al otro lado de la tapia, sobre frutales agostados, jaramagos crecidos y canales cegados.Y, sin embargo, la vida perduraba allí, más allá de la reja maciza del coro, con sus enormes puntas de hierro forjado apuntando al intruso, como guardando un tesoro preciado. Junto a esa misma red tenían lugar mis coloquios con aquellas mujeres en las múltiples pausas que permitía el trabajo cinematográfico. Gente de aldea en su mayoría, su conversación concluía casi siempre con un recuento de los años pasados allí, rematado por un eterno: ya ve, tan ricamente". Todas cubrían su rostro con un velo negro, que se apresuraban a alzar apenas la priora hacía saber con su campanilla que el peligro imprevisto había pasado.
Dejando atrás sus risas mal contenidas, se solía cruzar claustros en ruinas, donde restos de muebles hacinados daban paso a improvisados tendederos, hornos muertos y dulces aromas a yema y caramelo. Más adentro. aparecían salas en las que la conversación se detenía a nuestro paso y en las que se cortaban, bordaban o cosían ropas de novia que ninguna de aquellas mujeres vestiría jamás. En uno de los muros, manos como las que sobre los hilos se afanaban habían pintado y firmado un san Cristóbal con su niño a cuestas cruzando un verde río, repleto de peces. Era aquel muro tan alegre y risueño como un recuerdo de otros tiempos menos duros, apenas un destello feliz, que al punto se apagaba en el patio siguiente, con su suelo cubierto de lápidas sin nombre, antiguo cementerio de la comunidad. Viéndolas tan unidas, desnudas y ateridas, iguales y anónimas, evocaban otros siglos, cuando la fe revuelta con la superchería y lo sobrenatural cruzaban a ras de tierra la España inmóvil de los Austria.
Tales cuestiones siempre fueron tocadas por los artistas de -entonces, apartándose apenas de los cánones, y cuando lo hicieron, tal como sucedió a Cervantes, unas veces optaron por pasar de largo y otras por autocensurarse. Ya Américo Castro hacía ver las precauciones y habilidades del autor del Quijote a fin de enmascarar su pensamiento más a menudo de lo que suponemos.
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Si la obra de Cervantes aparece sembrada de mujeres, aun humildes o hermosas, no . revelan, como algunos apuntan, una gran fuerza moral o intelectual, salvo cuando se sirven de la mentira o de la astucia. Es como si el autor volcara su simpatía en las de más humilde condición.
Tal sucedía también en cuanto se rozaba los predios siempre alerta de los censores, y es fácil suponer qué hubiera sucedido a los autores de tocar en sus libros el tema de los falsos milagros. Sin embargo, iluminados y quietistas deambulaban por plazas y conventos; pe ello da cumplida cuenta Menéndez Pelayo, mas la novela y el teatro de su siglo los trataron de pasada, acudiendo la mayoría de las veces a complicados simbolismos. Tan sólo la historia y sus propios escritos dan fe de aquellos días que alumbraban herejías fugaces en las que ambición y religión se confundían, no privativas de nuestro país, pero que entre nosotros adquirían especial perfil. Tales horas y casos debieron de llenar muchas horas de forzadas vocaciones entre el tedio y el llanto, o quizá más alegres de lo que imaginamos, tal como cuentan los viajeros franceses siglos más tarde en sus viajes al Perú colonial. Según parece, cada vez que en las guerras frecuentes el campo de batalla se acércaba a las ciudades, los hombres empuñaban las armas en tanto sus esposas buscaban refugio en los conventos principales. Y sucedía a menudo que, una vez la contienda terminada, los hombres tornaban al hogar, pero no las mujeres, que, al parecer, se hallaban más a gusto entre sus nuevas compañeras.
Acercarse a una realidad ya pasada, recrearla en personajes, psicología y lenguaje, es un modo de afrontarla entre el ensayo y la novela, un juego de arte mayor que suele resultar apasionante. Así surgió Extramuros, cuando ya nuestro país comenzaba a cambiar. Las mujeres de aquellos conventos que yo jonocí fueron saliendo poco a poco de su encierro y comenzó a vérselas por mercados y calles. Algunas aprendieron a conducir.y a votar. Atrás quedaron duros tiempos de sectas y prodigios, días s o«bre los que a menudo vuelve el cine o la novela. Y es que, después de todo, la fantasía de la que hoy tanto se habla nace de nuestro propio yo, de hombres y mujeres con los pies en la tierra, como aquellas que en un convento sin nombre, esclavas de amor o vanidad, vieron pasar los días en espera de tiempos mejores.
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