La represión por computadora
Las recientes disposiciones del Gobierno exigiendo información de arrendatarios y arrendadores de viviendas como medida antiterrorista ha suscitado reacciones de rechazo en ciertos partidos políticos y estamentos profesionales. Es verdad que algunos de los reproches que a tal proyecto se han hecho se salen un poco de madre. El control de inquilinos y propietario se está todavía muy lejos de constituir uno de los mil ojos investigadores del Big Brother, que George Orwell configuró como el superdictador del futuro. El objetivo de combatir la gangrena terrorista es legítimo, y todo reforzamiento de la presión policial produce inevitablemente pérdidas en las parcelas de la libertad personal.No obstante, no parece estar de más una cautelosa vigilancia del omnímodo poder que la informática puede proporcionar a los modernos gobiernos, poder que, como todos los que emanan del Estado-Leviatán, tiende a multiplicarse sin tasa, merced a su propia y peligrosa dinámica. La simple labor de investigación policial va hipertrofiándose poco a poco, pasando de ser un medio a convertirse en un fin. Es como un inmenso robot que amenaza con cobrar vida propia, escapando al control de sus creadores. Una obsesión de defensa a toda costa está llevando a los gobiernos, cada vez más, a investigar, a coleccionar datos y a espiar a sus ciudadanos, reflejando los frutos de esta actividad en millones de fichas. Y no es eso lo peor. Llega un momento en que esa maquinaria represiva empieza a actuar por sí misma y se entrecruzan entre sí los distintos organismos fiscalizadores, no sabiéndose al final si vigilan a los delincuentes o si se espían mutuamente. Esta situación kafkiana la puso magistralmente en evidencia Sidney Lumet en aquel filme, tan mal entendido, Supergolpe en Manhattan, en el que inspectores de Hacienda, agentes del FBI, de la CIA y de la lucha contra la droga investigaban conjuntamente al mismo grupo de ladrones de bancos, reservándose cada uno de ellos su propia información y sin que al final ni siquiera sirviera tanto espionaje para evitar el robo -el supergolpe- al que la película se refiere. Y esto, que puede parecer sólo un divertido argumento fílmico, es, poco más o menos, lo que se ha detectado en nuestro país respecto a diversos y a veces contrapuestos cuerpos de inteligencia militar.
En Estados Unidos, donde no sólo los rascacielos parecen apurar los techos posibles, la informática lo invade todo. El Pentágono tiene ocho millones de fichas que engloban, junto con datos meramente profesionales, a los objetores de conciencia, pacifistas y radicales. Más de 50 millones de expedientes fiscales se acumulan en los servicios del Tesoro, y todos los datos sobre los funcionarios constan en el Civil Service Commission, incluidas las sanciones por causas políticas. Y por si esto fuera poco, empresas privadas coleccionan datos sobre los ciudadanos de su país, incluyéndolos en computadoras que pueden ofrecer una selección de informaciones interesantes
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para otras empresas, cuya transferencia se hace mediante un precio.
Pero el terror obsesivo a los terroristas y al comunismo ha alcanzado sus más altas cotas de histerismo en la República Federal de Alemania. Una disposición de 1972, aparentemente trivial, para investigar los antecedentes de los solicitantes de empleos públicos, acabó terminando en una auténtica caza de brujas. Con la minuciosidad alemana, empezaron a proliferar, a la sombra de los ordenadores, las más completas e insospechadas informaciones sobre millones de ciudadanos. Al mismo tiempo, los interrogatorios a futuros funcionarios, especialmente de la enseñanza, en su afán de investigarlo todo, acababan en preguntas ridículas, tales como: "¿Ha concurrido a manifestaciones contra la guerra de Vietnam? ¿Cree usted que la RFA es imperialista? ¿Qué sabe de la infiltración de comunistas en el sindicato de la enseñanza? Usted ha aparcado su coche a menudo frente a un restaurante donde se reúnen miembros del PC". Y así, sucesivamente. Aparte de ello, constituían antecedentes sospechosos, por ejemplo, participar en la ocupación de una casa vacía, ser objetor de conciencia, ser contrario a la energía nuclear o haber viajado a la República Democrática Alemana. Finalmente, la inquisición plasmaba algunas veces en el temible Berusverbot, prohibición para ejercer la profesión, híbrido engendro del matrimonio de Hitler y McCarthy, si ello hubiera sido posible.
Así, pues, el desprevenido ciudadano puede estar siendo intervenido, registrado y, lo que es peor, juzgado por secretas organizaciones contra las que no puede recurrir. Acaso se le cierren puertas debido a un misterioso informe, cuyo contenido ignora y que no sabe de dónde procede. Unos acusadores inalcanzables e infalibles, por cuanto no pueden ser desautorizados, manejan los hilos de nuestras vidas como tecnificadas y siniestras Parcas.
Ya sabemos que el gran problema de la democracia es armonizar orden y libertad, pero parece existir en todos los Gobiernos una fatal decantación hacia lo primero. Para defender la democracia se atenta a menudo contra ella -a veces mortalmente-, con lo qué resulta que el miedo, por su irracionalidad, suele ser uno de los más destructivos y paralizantes sentimientos de una comunidad. Es el problema que tan bien expresaba Arthur Miller en la introducción a su obra teatral Las brujas de Salem: "La tragedia de Salem fue el producto de una paradoja, en cuyas garras vivimos aún. Con buenos propósitos, hasta con elevados propósitos, el pueblo de Salem desarrolló una teocracia cuya función era mantener unida a la comunidad y, así, librarla de una posible destrucción por obra de enemigos materiales o ideológicos. Pero llegó un momento en que las represiones fueron mucho más severas que lo que parecían justificar los peligros contra los que se había organizado este orden".
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