A contratiempo
Es corriente oír decir a los políticos que ellos no contemplan, en espectadores pasivos, la historia, sino que, inmersos en lo que acontece, intentan transformarla. La política, opinan, no es algo que ocurre al lado de la historia; es, más bien, la historia misma, la lucha por su rumbo, la trabajosa conquista de su dirección. Sí la historia devora al político es porque éste, a su vez, ha tragado pedazos de aquélla, la ha digerido, la ha hecho vida humana. La política moderna recogería el pensamiento no menos moderno según el cual la conciliación entre la necesidad de la naturaleza y la libertad del hombre requieren un racional punto de equilibrio: el que conjuga el curso ciego de los hechos con las posibilidades propias de la voluntad del hombre. Ser histórico, en suma, no sería otra cosa que esa especial manera de saberse actores y engendradores de historia, de una historia que, al no ser arbitraria, se puede dominar desde una inteligente adaptación.La política, de esta manera, es el requisito que los hombres tenemos para caminar juntos por el menos malo de los mundos posibles.
La historia, naturalmente, se desarrolla en el tiempo. El tiempo es la patria de la política -que no de Rilke, por cierto-. Yal tiempo se le ha representado en la figura siniestra de Crono. Crono es el símbolo del deseo insatisfecho, de la duración ridícula entre la excitación y su posible satisfacción.
Pero, más cerca de lo que nos interesa, el Tiempo-Crono es la progesión necesaria e indomable de lo que sucede, la creación que para parir mata, la evolución que empuja quieras o no, el mal que no conoce límites frente a la ingenua esperanza. Éste es el mito del tiempo, éste es nuestro mito y, como tal, nuestra realidad. El político es un genuino administrador del tiempo y de la historia. En ellos se justifica o excusa. En ellos se apoya y de ellos vive. La sustancia del político está hecha de ritmos, pasos, días, plazos, esperas, promesas, ralentís, acelerones, parones y hasta, en una expresiva redundancia, de momentos históricos. Dentro ya del eterno tejer, unos miran, interesadamente, al comienzo y otros miran, confiadamente, al final.
Conservar lo que se tiene es, cosa obvia, el principio del pensamiento conservador. Se trata
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de mantener, retener y detener lo que se posee. Lo que se obtiene es el resultado de la conservación, de lo acaparado. Por eso los tiempos pequeños, parciales, mínimos, le son de la máxima importancia. Si el tiempo es una sucesión de instantes, acumular instantes es lo que importa. Si para Aristóteles el tiempo era la medida del movimiento según un antes y un después, para éstos el antes y el después se refieren a su seguro reposo. Es falso que la derecha se desentiende de los detalles porque fija su mirada en un punto del futuro. No prevén, sino que amontonan. De la derrota de unos, el hambre de otros y el pasarse la vida, por ejemplo, en oposiciones, pólizas y pasatiempos semejantes de tantos, se logra un gran tiempo. Esta es su historia a la que luego se llama historia de la humanidad.
Hay una concepción política opuesta -y en cuanto política, hija predilecta también de Crono- que funciona justamente al revés. Se supone que existe, previamente, un sentido total del tiempo y que la historia es misión del hombre; misión consistente en rellenar los fragmentos temporales de modo tal que del rompecabezas surja una figura benigna. De ahí que los tiempos todos, pequeños y grandes, cobren una especial importancia: son trozos de un tiempo completo ya dado. Obtienen su sentido en cuanto que colaboran a un fin que se puede -y se debe- alcanzar. De ahí, igualmente que los cambios coyunturales, las inclinaciones a derecha o a izquierda, al Este o al Oeste, sean eslabones, más o menos flexibles, de una cadena que en su justa conexión nos desencadenaría -curiosamente- de los males de la historia misma.
Temporada de elecciones es ésta. La campaña intenta convencemos de que estamos en un tiempo serio, casi augusto. El tiempo nos devorará, desde luego, haya o no haya elecciones. Uno no es tan tonto como para negarlo. Ni negará tampoco que entre quienes confían en superar algunos de sus males y los que nos hunden más en ellos preferimos a los primeros. Pero esto no obsta para recordar que en estos tiempos se reduce la historia, se nos oprime más con esta historia. Aquélla se achica hasta convertirla en el subir espectacular de unos, el bajar sensiblemente de otros, el desaparecer, escindirse, etcétera, de algunos. El lenguaje de los políticos -de esa gente que parece que sólo vale para eso, para ser políticos- se hace eco de la situación: se gana, cambia, inflexiona, incide o realiza. El resto se rechaza como intempestivo.
Como Crono tiene que ver más con la mera producción que con el goce, quien desee mejores tiempos -o la reedición de los perdidos- querrá recordar, contra el olvido que arrastra el tiempo, que hay muchos ciudadanos que no medimos nuestro tiempo por el de la política oficial. En cualquier caso, éste ha de estar al servicio de cada uno de nosotros. Tal reivindicación, no es apolítica; es, eso sí, contrapolítica. Sólo desde ésta es posible comenzar a imaginar alternativas, de verdad, progresistas.
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