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Del Pirineo al cirineo

No hace mucho, García Candau contaba en una crónica deportiva de este diario: "La gente suele creer que Loroño y Bahamontes eran poco menos que adversarios irreconciliables". No fue así. Porque el cronista sigue con su relato: "Federico no pierde la ocasión para visitar a su amigo Jesús, en Bilbao y, delante de unos buenos besugos, rememorar sus viejos tiempos y reírse de aquellas rencillas que dividieron a la afición".Y no son los buenos besugos (ciertamente capaces de eso y de mucho más) los que, retroactiva y gastronómicamente, producen entre los dos ciclistas la concordia que siempre hubo. Ya en aquellos tiempos de hace 20 años sospechaba yo que dos tan grandes corazones como los de Loroño y Bahamontes por fuerza habían de admirarse y, por admirarse, sentir mutuo cariño. Era imposible, imaginaba yo, compartir las alturas del Pirineo o del Galibier sin que un aura de generosa amistad invadiera e inundara a pechos tan esforzados.

Lo malo es que la afición -"que entonces era mucha", dice el cronista- no escalaba el Galibier ni subía por el Pirineo. Y en vez de generosa amistad, gustaba del enfrentamiento. Eran aquéllas rencillas que dividieron a la afición. Sobre todo, a la afición aficionada a dividirse. Para ella, lo bueno era que Loroño y Bahamontes -además de intentar coronar el puerto uno antes que otro- arrojaran tachuelas a la carretera para pinchar las ruedas del contrario; y, en caso de acercarse lo suficiente, se soltaran un sopapo o una patada en la espinilla, que para eso está.

La pregunta es ésta: muchos partidarios de Loroño, ¿qué eran más: loroñistas o antibahamontistas? Y viceversa.

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Dicen quienes saben que en nuestra historia predominan las fobias sobre las filias. Y es así que, por ejemplo, los arruzófilos eran en gran medida decididos y vocacionales manoletófobos. Y al revés. Quienes no tienen muy buena opinión del que antes se llamaba género humano -y, dentro de éste, de la especie hispánica- aseguran que tan pronto surge en ella algún ciudadano de los que Ortega calificaría de egregios, la propia grey envidiosa levanta un rival con el piadoso ánimo de que machaque al otro por delegación. Me cuesta trabajo admitirlo, aunque a veces los hechos derrotan a la buena fe. Por ejemplo: cuando a mi no pariente Gabriel García Márquez le dieron el Nobel, encontré a un conocido -poco devoto del colombiano- que estaba muy contento. "¡Hombre", le dije, "veo que has cambiado de opinión!". Y me replicó: "¡Qué va! El García este sigue sin gustarme nada. Pero no hay mal que por bien no venga: ¡ahora va a ser muy difícil que le den el premio a Cela!".

Como a Cela, ya, ni un premio le da ni un premio le quita, y como tanto el ciclismo como la literatura se parecen en que hay que trabajar mucho para mantenerse y en que ni el triunfo ni el fracaso producen efectos sociales, la cosa no es muy preocupante. Pero esto de adherirse contra, cuando pasa a la política, sí puede serlo, y ahí está nuestra historía para demostrarlo.

Y dentro de esa historia nuestra general está esta historia particular que me contaron:

En tiempos de la República había en un pueblo andaluz un personaje a quien los vecinos apodaban el Ministro por su acendrada vocación política. Aquel ministro local era un negador: propiamente, un moridor. Asistía el negador a todas las manifestaciones, que las más de las veces eran no a favor de algo, sino en contra de alguien. Por eso la gente, con edificante intención, gritaba: "¡Muera Fulano!", "¡Muera Mengano!"... El Ministro estaba allí, fuera quien fuera Fulano o Mengano. Le era indiferente que gritaran "¡Muera Azaña!", "¡Muera Gil-Robles!", "¡Muera Lerroux!" o "¡Muera Prieto!". En medio de aquel río macabro y vociferante, abocinado por las paredes de cal, marchaba nuestro hombre. Y cuando la marea de clamores lidericidas decaía, el Ministro, como un cirineo verbal, animaba al respetable: "¡Esos mueras, más a menudo!".

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