_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

El vacío ideológico

En un tiempo sorprendentemente corto, el socialismo español ha logrado, por un lado, desprenderse de casi la totalidad de la ideología heredada; por otro, conseguir la inalcanzable -al parecer- mayoría absoluta. Después de las elecciones municipales, en las que, con pequeñas diferencias, se confirmarán los resultados del 28 de octubre, el partido socialista constituirá, y pienso que para largo, el eje central del régimen monárquico en el que desembocó el franquismo. Así, a vuela pluma, no son pocas las afirmaciones graves, y desde luego harto discutibles, que hasta aquí se han deslizado. En torno a ellas proceden algunas reflexiones aclaratorias que tal vez resulten útiles a la hora de entrever el futuro.Nadie negará el vaciamiento ideológico que ha sufrido el PSOE desde 1976. Sobre el hecho mismo no cabe, de buena fe, disenso alguno; en cambio, son varias las posibles interpretaciones sobre su significado. Para unos pocos, la ruptura del socialismo español con el marxismo habría constituido la rampa que inexorablemente tenía que llevar al actual vacío. Sin presumir de dotes especialmente proféticas, cabe augurar que los que identifican el socialismo con el marxismo desempeñan un papel cada vez más exiguo y residual en el socialismo español. El marxismo quizá sirva todavía de señas de identidad al partido comunista, si, superadas las tensiones actuales, termina por enquistarse confortablemente en el gueto que le corresponde.

Dentro del ámbito socialista predomina la opinión de que dar respuesta apropiada a los problemas de nuestro tiempo exige depurar el socialismo de las ideologías decimonónicas, sin por ello caer en los prejuicios liberales de todavía más rancia prosapia. A la hora de tirar lastre, de criticar y de enterrar lo viejo, el acuerdo de los socialistas, tácito o expreso, resultó abrumadoramente mayoritario. Pero una vez eliminados los contenidos ideológicos tradicionales en un tiempo récord -hazaña que merece consignarse elogiosamente-, el vacío resultante se interpreta en un doble sentido. Para los unos, la limpieza efectuada sería el requisito previo para poder edificar de nuevo; para los otros, la meta final, prueba de madurez de un partido con los pies firmes sobre la tierra, que ya no se deja fascinar por utopías maximalistas ni por otros juegos intelectuales no menos peligrosos. Los primeros confían en un resurgimiento del pensamiento socialista en los próximos años, libre ya de ortodoxias esterilizantes, impulsado por la crisis creciente de la sociedad capitalista occidental. Los segundos, proclamándose realistas y pragmáticos, dan la espalda al mundo de las ideas, viejas o nuevas, subrayando un lenguaje que se quiere concreto y eficaz, sacado de las agencias publicitarias.

Si se pone en relación el desmontaje ideológico con el éxito electoral -y hay buenas razones para hacerlo-, además de considerar la reducción ideológica ue comporta el acto mismo de gobernar, parece plausible pensar que en los próximos años se refuerce el reflejo -dominante en los partidos socialistas europeos que tienen o han tenido experiencia de gobierno- de que cuanto menor sea el compromiso ideológico, mayores las probabilidades de acceder o, en su caso, de mantenerse en el Poder. No supone un riesgo excesivo el anunciar para los años venideros un desmantelamiento de la ideología socialista hasta límites hoy inconcebibles.

En las filas del partido socialista y en sus aledaños, si se intentase promover una discusión a fondo sobre el contenido posible de un socialismo actualizado, tropezaríamos con la incomprensión más obtusa. Mientras que, a considerable distancia del poder, se trató de desmantelar los viejos prejuicios decimonónicos, todavía quedó un pequeño resquicio para la discusión ideológica; pero ahora, cuando se trata de gobernar, haciéndolo lo mejor posible, sin provocar a los poderosos ni alimentar tensiones innecesarias, ¿qué sentido tendría el ocuparse de los muchos y complejísimos problemas que conciernen a la transformación y superación definitiva de la sociedad capitalista?

Porque una cosa debería estar clara, por muy sepultada que hoy se halle: la línea de demarcación entre el socialismo y todas las formas de liberalismo, más o menos progresistas, se inscribe, justamente, en si mantiene o no, como perspectiva histórica, la superación de la sociedad capitalista.

Convencidos, como estamos, de que los modelos decimonónicos no resultan servibles -algunos ni siquiera deseables- para llevar a cabo esta transformación, o bien claudicamos y confesamos honradamente que el socialismo no habría sido más que el último espejismo de la sociedad burguesa, sin la más mínima posibilidad de realización, o bien nos retiramos a los cuarteles de invierno, esforzándonos por encontrar en el actual laberinto el hilo de Ariadna que, por complicadas que fueren las mediaciones y largo el proceso, pudiera conducir a una sociedad capaz de suprimir las distintas formas de discriminación y de explotación capitalistas.

Pero, huelga el decirlo, éste no es extremo que pueda interesar a un partido en el poder que no ha prometido al electorado socialismo, ni siquiera una política socialdemócrata de igualación social, sino simplemente un Gobierno que funcione; es decir, el acto puro y simple de gobernar, lo que, en la situación a que habíamos llegado, tampoco es cosa fácil ni baladí. Cuando el discurso no resulta utilizable en la lucha por el poder, rebota a su origen y se convierte en asunto exclusivo de intelectuales. El futuro del socialismo constituye así un tema apasionante que interesa, cómo no, al filósofo y al científico social, pero que en el momento actual parece haber perdido toda relevancia política.

Sería ingenuo, amén de injusto, el juzgar la política del Gobierno desde una perspectiva socialista; la derecha, sin embargo, no utiliza otro arma para atacarlo que presumir en él, contra toda evidencia, un afán oculto de transformación revolucionaria. Debiera dar que pensar a las gentes de izquierda el que la derecha se afane en desenmascarar en los socialistas una voluntad de ruptura social que manifiestamente no tienen. La derecha reduce su crítica a la fórmula "disimuláis, pero en el fondo trabajáis por el fin de¡ capitalismo", mientras que los socialistas, paradójicamente desde su ideología y comprensiblemente desde sus intereses, en sus actos y declaraciones se atienen estrictamente al orden social existente. Víctimas de esta dialéctica -siempre resulta inoportuno dar un golpe al capitalismo, sobre todo cuando no se percibe alternativa realista en el horizonte-, los socialistas han acabado por convertirse en los más acérrimos y mejores defensores del capitalismo en Europa. Y digo los mejores porque, además de respetarlo escrupulosamente, corrigen algunos de sus desequilibrios más hirientes, suelen aumentar las libertades públicas y, en ocasiones, hasta administrar mejor, necesitados de un mayor apoyo popular, ya que el institucional, obviamente, les resulta más difícil.

Si atamos estos dos cabos -primero, el socialismo contemporáneo no representa ya alternativa alguna al sistema capita

Pasa a la página 10

El vacío ideológico

Viene de la página 9

lista, y, por consiguiente, no cabe esperar otros cambios que los que correspondan al proceso de desarrollo y modernización iniciado a comienzos de los sesenta; segundo, el nuevo régimen político, la monarquía parlamentaria, heredero directo del anterior, se ha reforzado considerablemente con el ascenso al Gobierno de lo que fue la oposición al régimen franquista- parece aceptable concluir que un Gobierno socialista constituye la encarnación óptima del nuevo régimen, al conseguir que la paulatina reforma, sin traumas bruscos, desemboque en la ruptura política, legitimando así y dando verdadera dimensión histórica a toda la operación.

No se ha insistido lo suficiente en la admirable suavidad con que se ha producido el cambio de Gobierno. En España, con el fondo trágico de una guerra civil y 40 años de dictadura, el relevo tiene un significado muy superior al de un país democrático de solera, donde éste se realiza de forma rutinaria, en cierto modo. Hace apenas dos años todavía abundaban los que preveían tensiones considerables y hasta amenazas de involución para el caso de que los socialistas llegasen al poder. El haber sabido aterrizar con tino, casi con parsimonia, es un mérito indiscutible del actual Gobierno que casi ha pasado inadvertido. Con indudable acierto se ha renunciado al vano intento de realizar toda la labor en cien días, para luego saltar en un año, convencidos de que el proceso de cambio, dentro de los moldes establecidos, exige continuidad y tiempo. Creo que la principal virtud de este Gobierno es que sabe que va a durar y no tiene por qué precipitarse.

Hasta ahora no ha habido precipitación -al contrario, ha habido retrasos, como el de los. Presupuestos, que empiezan a ser injustificables-, pero no todo lo hecho, como no podía ser menos, ha llevado el marchamo de lo bien hecho. Se ha pinchado en los mismos huesos -¿por qué será tan difícil una política informativa medíanamente inteligente?-, cometiendo incluso algunos errores de bulto -pienso en los parches de urgencia puestos, sin demasiada discriminación, en la Administración pública-; con todo, lo verdaderamente preocupante no es tanto la política diaria, que nos ha reconfortado por el hecho mismo de su existencia, sino la falta más absoluta de ideas.

El pragmatismo a ras de suelo tiene sus ventajas a corto plazo, pero se venga muy pronto. El presidente del Gobierno en sus días de jefe de la oposición no se cansó de criticar, con toda la razón del mundo, la falta de una concepción global en los Gobiernos de UCID. Hoy, el observador atento sigue sin conocer el proyecto global del Gobierno, con un orden definido de prioridades, y tampoco conoce las líneas maestras de la política de modernización. Si parece indiscutible la necesidad de una reforma a fondo de la Administración y una política de reconversión industrial -que nos permita no sólo una integración en la Comunidad Europea sin excesivos costos, sino una salida de la crisis, instalados ya de manera irreversible en el primer mundo-, ¿donde están los programas concretos de reforma de la Administracion o de reconversión de la industria? Por no saber, ni siquiera sabemos si estos objetivos continúan siendo prioritarios para el Gobierno. Tal vez podamos sobrevivir sin ideologías; lo que ya me parece más cuestionable es que también lo consigamos sin ideas.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

¿Tienes una suscripción de empresa? Accede aquí para contratar más cuentas.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_