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Las guerras del Ateneo

Viene de la página 9

Ahora que en el Ateneo de Madrid vuelven a reñirse incruentas batallas por renovar su dirección, no está de más recordar otras escaramuzas que, apenas terminada la guerra civil, presenciaron desde su galería de vetustos retratos ilustres socios muertos. La primera fue aquella en la que perdió nombre y apellido. De Ateneo pasó a Aula de Cultura, y no sólo perdió su patronímico, sino buen número de libros que nunca se supo a dónde fueron a parar, al igual que sus papeletas del archivo. Así volaron, entre otras, antiguas ediciones de las obras de Marx, seguramente para que no contaminaran a los socios o alteraran su sueño de los días festivos. Porque la gran ventaja a cambio de un barato recibo era entonces sus horas de apertura y cierre en toda estación, a lo largo del año, mañana y tarde, hasta apurar la jornada del domingo.La razón del Ateneo era en aquellos tiempos ya lejanos su biblioteca, que, expurgada y todo, suponía en invierno un cálido refugio al amparo de sus enormes radiadores. Repleta en primavera, en la época de preparar oposiciones, tras el tiempo de exámenes, quedaba vacía bajo el monótono girar de los ventiladores. Eran enormes también, con palas de madera y cierto aspecto colonial; capaces de refrescar sin levantar un ápice los apuntes de los opositores, haciéndoles soñar quién sabe con qué arriesgados viajes a países o mares tropicales. A su compás se preparaban batallas, estrategias para vencer el olvido e incluso el miedo al hambre; bajo ellos se volvía derrotado o triunfante, dispuesto a olvidar tanto tiempo perdido en el modesto bar de la escalera o en el inmóvil mar de anaqueles y estantes.

Mas no todo era estudio en aquellas dos salas vecinas a las de actos, mitad tribuna para socios, mitad campo de Agramante en el que dirimir todo género de asuntos personales. La política no andaba aún por allí, aunque existía, inundando a veces los espacios en blanco de los libros. Recuerdo un tomo de Baroja en el que el escritor aludía al aspecto desastrado de un clérigo. Una mano iracunda había escrito, trémula, en el margen, una sarta de insultos al autor, a la que otro lector anónimo replicaba de igual modo, unas líneas abajo.

Sin embargo, no terminaba allí la letanía. Escritores frustrados, horas de ocio, sátiras sordas, venenos encontrados, iban tejiendo

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Las guerras del Ateneo

junto a los caracteres tipográficos su propia novela, paralela, apasionada, fácil de adivinar más allá de sus caligrafías generosas.De cuando en cuando, y para mantener viva la antorcha de la cultura entre los muros de la ilustre casa, se llevaban a cabo, sin demasiado entusiasmo, conferencias, concursos, charlas. En uno de ellos, para autores noveles, me di a conocer yo ante mí mismo, haciéndome la crítica Víctor Ruiz Iriarte. Yo andaba por los últimos cursos de bachillerato, y ello centró su benévola crítica. Luego vendría la facultad, con Aldecoa y Ferlosio. Entonces mi único Público, aparte de los amigos de turno, fue nuestro profesor de literatura, con sus gafas oscuras y unos hombros donde la caspa apuntaba. "Siga usted, no lo deje", recuerdo que me dijo, para continuar en un susurro melancólico. "En esto de las letras hay que mirar siempre adelante, nunca hacia atrás. Este país no es más que un huerto de sucios intereses".

Pocos meses después se embarcaba rumbo a una cátedra en un país de Suramérica. El país se embarcaba a su vez en otras aventuras con las primeras huelgas de transportes. Si en Postdam se nos vetaba, se suprimía en cambio el saludo romano, ahora que finalmente éramos un reino. Las fronteras con el exterior acabaron abriéndose también, y una leve amnistía anunció el retorno de los embajadores.

Tales sucesos llegaban a la sala de periódicos como el sol tras los gastados ventanales, alzando esperanzas, aliviando escondidos temores, silenciosas lides en las que a veces se extendían cargadas de amenazas. Y, sin embargo, nada sucedía. Los días nacían y morían entre aquellos ficheros que conocieron tiempos más vivos y mejores, al amparo del agua de un botijo blanco que puntualmente anunciaba la llegada imprevista del verano, al igual que la prensa monótona servida entre gruesas y grandes carpetas, como si se tratara de valiosos cantorales.

Hasta que, de improviso, aquel mundo pequeño y modesto cambió cuando ya los primitivos bedeles y conserjes aparecían casados y con hijos. Llegó un dinero oficial, y el Ateneo, aparte de recuperar su nombre eterno y verdadero, pareció a punto de resucitar al menos en su superficie. Llegaron maderas nuevas, pulidos pasamanos, puertas de cristales biselados e incluso nuevas publicaciones con que ponerse al día en un despegue febril. Incluso el bar bajo la escalera se mejoró, al servicio de otras generaciones algo mejor comidas y bebidas, más allá del tinto y el sutil bocadillo.

Y un día mi viejo profesor de colegio volvió con la misma nostalgia de todos, con su eterna queja a flor de labios y su gesto ahora altivo desde una posición más confortable. "Todo esto no vale nada", venía a decir con su silencio airado en tanto examinaba las obras recién inauguradas. Y, al cabo, el tiempo le dio la razón: la postrera batalla acabaron ganándola los libros frente a la avalancha de asiduas novedades. A pesar de sus nuevas vitrinas, de sus sillones confortables, la casa continuó, como siempre, destinada a preparar exámenes y oposiciones. Tan sólo la mantuvo en pie y la mantiene hoy su biblioteca. Tal sensación da aún, a pesar de conferencias y cursillos, de reñidas lides en tiempo de elecciones, donde la sangre nunca llega al río más allá del patio de butacas.

Hoy, cuando la cultura va por otros cauces, los rostros graves de los muros son más recuerdo curioso que imagen viva de su tiempo. Poesía, relato, teatro o cine corren calle abajo sin detenerse demasiado ante ellos, sin que se sepa a ciencia cierta a dónde irán a parar, perdidos como los días de exámenes en batallas donde nunca conviene echar la vista atrás.

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