Xavier Vinader, todavía
Parece que ya no le importas a casi nadie: será que todos tenemos la mansedumbre más honda y más mansa de lo que quisiéramos. Y ahí estás, en Londres, perdiéndote los brotes del buen tiempo en esta tierra nuestra que se. acuesta sobre la memoria y es incapaz de insomnio, que tiene las manos con gangrena a fuerza de lavárselas en agua de borrajas.Hoy me ha llegado un soplo de sal y brea, un soplo barcelonés antiguo, y de repente he pensado en ti. Te he recordado en otras primaveras, caminando por las Ramblas, tu cuerpo de gorrión envuelto en una chaqueta enorme cuyos faldones trotaban un poco más atrás, como los flancos de un ejército desarbolado. Llevabas bajo el brazo el magnetofón -esa mortífera arma tuya, como más tardé hemos sabido-, la risa colgada de oreja a oreja, corno una muda limpia, y algún que otro secreto. Porque tú siempre estabas metido en una historia, ya entonces te gustaba descender a los sótanos, bordear lo siniestro, pasar batiendo orejas por la entrepierna del peligro. Ser valiente es para ti, creo yo, tu forma de ser alto y de ser guapo, y también de ser libre.
Y tengo otra imagen tuya: enquistado en un centenar de compañeros que enfilábamos Paseo de Gracia arriba, gritando por la libertad de expresión y la de Huertas Clavería, que eran la misma, en el último septiembre negro del franquismo.
No creo que, al principio, te tomáramos demasiado en serio. Había una clara desproporción entre tu talla y la envergadura de los malos sitios en donde te metías. Quizás era que temíamos por ti y no deseábamos reconocerlo, y tal vez que hasta los periodistas de mucho trote preferimos pensar que sólo Robert Mitchum puede meterse en la guarida del villano sin que el matón de turno le rompa el alma.
Y luego, poco a poco, te creciste a los ojos de todos. Te hiciste irresistible. Demasiado, parece: no es éste un país cómodo para los periodistas de película. Ahora estás en Londres. Yo te diría: quédate, Vinader, amigo mío. La temporada del Covent Garden está siendo muy buena. Y ya sabes que ahí se le puede arrancar la barba a los traidores -en la ópera y en la vida- sin que a nadie se le ocurra disparar contra el pianista.
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