La oportunidad de la cultura
Hace cuarenta años, en su célebre Discurso por la lengua, escribió Alfonso Reyes: "En el orden de la aptitud, sólo la diferente oportunidad de la cultura puede diversificar a los hombres, y no la pigmentación de la piel u otras pamplinas que la propaganda política arguye en defensa de sus intereses". Riguroso como siempre en la elección de la palabra, Reyes no hablaba, al mencionar una eventual diversificación, de la cultura en general, sino de la oportunidad de la cultura.
Es evidente que la estructura política y social de un país determinado puede limitar o ampliar la posibilidad de cada ciudadano para elevarse como hombre, pero también puede limitar o ampliar la posibilidad de todo un pueblo para elevarse como comunidad. Es obvio que la oportunidad de la cultura puede llegar a constituir un rasgo nacional sólo cuando la organización social tiende a un tratamiento igualitario, sin prebendas ni prioridades heredadas, y con parejas ocasiones para todos los sectores comunitarios. De lo contrario, la cultura será el privilegio de quienes puedan pagársela.
En la mayoría de los países latinoamericanos, donde las elites de poder están formadas por industriales, terratenientes, militares y profesionales, la posibilidad de la cultura es un rasgo tan distintivo de clase como un paquete de acciones, un lujoso automóvil o una confortable residencia. Luego, en cada nueva promoción, los aprendices de poderosos son reclutados en la misma clase social; sólo como rarísima excepción, el hijo de un obrero o de un campesino se incorpora al equipo de quienes tienen poder de decisión.
Hay países de América Latina donde la educación es gratuita, y ese hecho, sin duda encomiable, es a veces esgrimido como dato confirmatorio del carácter masivo, popular, de un sistema educativo. Es claro que tales países han alcanzado un sistema más justo y decantado que aquellos otros donde la instrucción secundaria y universitaria debe ser rigurosamente pagada. Sin embargo, un sistema de educación gratuita no es de ningún modo una inexpugnable garantía de que la oportunidad de la cultura alcance a todos. Siempre será aplastantemente mayoritario el número de estudiantes que provienen de la burguesía o de la alta clase media. Es así que la gratuidad de la enseñanza, con ser un rasgo altamente positivo, por lo común no es aprovechado por sectores sociales que, dada su precaria situación económica, no pueden permitirse el lujo de estudiar.
Para ellos, la cultura es un artículo tan suntuario como un yate, un caballo de carreras o un abrigo de visón. La educación gratuita cumple su verdadera función sólo cuando se inscribe en un sistema de justicia social; de lo contrario, cuando la gratuidad es un hecho aislado, un rasgo de progreso que no funciona como regla sino como excepción, la principal consecuencia que trae aparejada no es exactamente que los hijos de los pobres estudien, sino más bien que a los ricos no les cuesta nada la educación de sus hijos.
Un juego dialéctico
Por otra parte, la oportunidad de la cultura no se da tan sólo en los planificados niveles de la educación propiamente dicha. Hay un juego dialéctico entre la oferta cultural y la demanda de cada individuo. Y tal confrontación tiene lugar en múltiples terrenos: desde la pantalla casi mágica de la televisión hasta el torrente de palabras de la Prensa diaria, desde los programas de radio hasta las formas visibles u ocultas de la propaganda, desde las consignas de los murales hasta el espontaneísmo de los graffiti.
Cuando el gusto popular, así sea el más primitivo, logra expresarse sin cortapisas ni influencias deformantes, a menudo consigue resultados más que aceptables e incluso asombrosos. Los notables artesanos que, generación tras generación, surgen en las comunidades indígenas de México, Perú, Guatemala, Colombia, Ecuador, etcétera, no necesitan, a pesar de ser casi siempre analfabetos, que nadie les enseñe a combinar formas y colores para producir cerámicas y tejidos de una increíble belleza. Su mayor nivel de riesgo es que algún capitalista los empuje a la producción vertiginosa y en serie. Las indias del archipiélago de San Blas, en Panamá, que habían conseguido estupendos diseños para sus molas, hoy, lamentablemente, las arruinan al sustituir sus símbolos tradicionales por ciertas leyendas (Merry Christmas, Canal Zone, ColaCola, etcétera) reclamadas, festejadas y bien pagadas por los turistas norteamericanos que vienen a buscarlas junto al canal.
Tal vez son muestras aisladas, pero, de todas maneras, son eslabones de una deformación mayor. Es obvio que, al contrario de lo que reclamaba Reyes, ciertas multinacionales representan hoy la oportunidad de la incultura. Esto suele ser cierto aun en rubros de apariencia artística. La impresionante promoción de los llamados best-sellers internacionales o de ciertos hits discográficos deja poco espacio para que el hombre de la calle elija en libertad. Siempre hay un gerente, un técnico en publicidad, un artífice del derroche (como los bautizara el sociólogo norteamericano Vance Packard) que decide por él. Semejante oportunidad de la incultura acaba deformando el gusto popular, imponiéndole una elección a la que jamás llegaría por sí mismo.
Cuando las multinacionales (que en América Latina manipulan buena parte de los mass media) nos desinforman con una prolijidad y un tesón dignos de mejor causa, en realidad nos vuelven más incultos. Ésa es, de cualquier manera, su misión subliminal. Quiero agregar un solo botón de muestra. Cuando la propaganda de los consorcios de alimentación convence a los inefables rioplatenses de que deben celebrar las navidades con manjares de ingentes calorías (tan adecuados para las temperaturas bajo cero de los diciembres neoyorquinos y tan impropios para ser digeridos en plena canícula del Cono Sur), también contribuye a nuestra incultura. Porque cultura no es sólo la libresca; cultura es también lo que el hombre come, viste, baila, juega. Cultura es, asimismo, el estilo en que el hombre y la mujer aman y odian. Por eso hay una cultura de la nieve y una cultura del sol; una cultura suntuaria (cuyos valores suben y bajan como en la Bolsa) y una cultura de la pobreza, siempre al margen de las cotizaciones.
Cada pueblo debe buscar, hallar y aprovechar la oportunidad de su propia cultura. Creer y crear en ella. Y si bien los métodos y maniobras, los juicios y prejuicios de la cultura santuaria rara vez se adecúan a la cultura de la pobreza, ésta en cambio, cuando logra por fin desarrollarse y fructificar, no sólo se ofrece al deleite y la angustia del hombre, de todo hombre; también le abre caminos. ¿Hacia dónde? (Permítaseme apelar una vez más al cauto optimismo de Alfonso Reyes, mexicano universal.) Digamos que hasta "la región donde reina la alegría suficiente".
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